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Imaginarios críticos. Roland Barthes y “El grado cero de la escritura”

1. ¿Existe un imaginario crítico? De ser así, su manifestación instituyente podría percibirse como la irrupción de un acontecimiento puro, intempestivo[i]. Es el caso de Roland Barthes. La publicación de El grado cero de la escritura escenifica esta manifestación delimitando una ausencia crítica, un deseo expresado desde el principio mismo de su texto, en ese momento en el que el propio Barthes se instala en la superficie mítica de la Revolución Francesa y, como Jacques-René Hèbert, inicia su libro escribiendo «mierda», «carajo»[ii].

Las invectivas de Hèbert hay que situarlas en un contexto revolucionario, y si en su Père Duchêne, «mierda» es el signo de una ostentación o una llamada, en Barthes aparece como una suerte de ritornello textual, la vuelta a un espacio vacío[iii] desde el que marcar un ofrecimiento: no se puede hablar de la escritura sin colocar delante de ella, como ejemplo de su aparición primera, la palabra «mierda». Graffiti crítico pues, inscrito en los muros mohosos de la academia,  y al igual que la «mierdra» con la que Jarry insinuaba en el Ubú Rey un teatro nuevo, Barthes utiliza el skatós para inaugurar un término, «escritura», afir­mado con el gesto rotun­do de la novedad. No es coincidencia; era preciso ser estrictos y clarificar un ademán crítico desde el principio. Ya Céline indicaba que «el que guía aún mejor es el olor a mier­da»[iv].

Se cono­cen, no obstante, las opera­cio­nes por las cuales fun­ciona un concep­to que se pre­tende inau­gural: voluntad de dominio sobre la exten­sión de las palabras, mirada estra­tégi­ca. El dis­cur­so tocado de nove­dad, ya sea genui­na o imposta­da, no puede sepa­rar su decir primero de un miedo, una pruden­cia, quizá una arro­gan­cia. No es extraño, pues, que el término «escritu­ra» en­frente al espesor que lo precede y al que supone desarro­llando una construcción ambi­gua, un tartamu­deo fingido, una elocuen­cia temeraria.

¿Qué es la escritura? se pregunta Barthes al comenzar su relato, y esa interrogación, lejos de ser una simple carta de presen­tación, supone más bien el reto de una declara­ción y la expre­sión de un acto de conciencia: la fórmula de una paradoja en suma. Inocencia máxima por un lado, una brutal inocencia que le permite a Barthes preguntar sin rebozo ¿qué es…? en un texto primerizo; inocencia espumosa de un decir joven que deja la incertidumbre sobre si Barthes acaso tiene demasiadas ganas de hablar, o de si quizás la arrogancia barthesiana remite desde el principio a una suavidad, a esa sobriedad necesaria para preguntar ¿qué es…? como si el propio movimiento de la pregunta no pudiera sino indicar una ausencia deliberada de estilo, un grado cero de intención, el emblema de una ética[v]. Se puede pensar, entonces, que la pregunta ¿qué es la escritura?, parafraseando a Deleuze y Guattari es una cuestión a medio camino entre la modestia y el arrebato, «cuestión “entre amigos”, como una confidencia o en confianza, o bien frente al enemigo como un desafío»[vi]. Pero precisamente por eso, no existe inocen­cia en esta pregunta así como tampoco la ilusión de un princi­pio absoluto; nuestro relato comienza por el medio. En 1953, ¿qué es la escritura? es una respuesta, y su interro­ga­ción verda­dera hay que buscarla en otro sitio, con toda segu­ridad en la grieta inter­puesta años antes por  Sartre cuando preguntaba “¿Qué es escri­bir?, ¿por qué es­cri­bir?, ¿para quién se escri­be?: ¿Qué es la lite­ratura?” La respuesta de Barthes comienza recono­ciendo una deuda y una escuela, pero al mismo tiempo manifies­ta una magnitud segunda, una voluntad de sortear esa grieta constitu­yéndose en salto, percepción momentá­nea del vacío, decir arriesgado. Puro imaginario crítico instituyente, pues. Pero, ¿en qué térmi­nos?[vii]

Términos plurales. Barthes propo­ne por un lado un cambio de proble­mática -no se puede contestar a Sartre si no es transformando su problemática, al menos en parte[viii]. Pero, al mismo tiempo, la inte­rroga­ción es desplazada de nivel, se rebaja su catego­ría: de ser central para Sartre, en El grado cero de la es­critura no es sino la condición epistemoló­gica para poder enca­rar esa otra cuestión no planteada direc­tamente en el tex­to, pero no por ello menos presente: ¿qué significa escri­bir hoy?[ix] Finalmen­te, asistimos a la práctica de una marginalidad -la marginalidad de Hèbert- que funciona como una estrategia de desconstrucción de esos «rituales del decir» a los que aludiría Foucault[x] y cuya organización reposa sobre un miedo: la explosión de las escrituras. La escritura de Sartre es, a fin de cuentas, escritura legítima, la palabra de un filósofo -como la de tantos otros antes que él- que desde el rigor de su disciplina se desplaza a una temática estética. A este rigor «ascético», Barthes opone una actitud ante la escritura, insegura sobre sus límites, denominada ensayo. El ensayo será ese territorio mestizo[xi] en el que la escritura revienta una de sus servidum­bres -su ser instrumentalizado por la voluntad de verdad- y, sin alcanzar la literatura, se constituye en ficción, aunque ficción verdadera[xii].

Por eso el ensayo abre las posibilidades de una escritura concreta desde donde la pregunta «¿qué es la escritura?» no puede ser enunciada sin ironía: una vez más, la «mierda» de Hèbert. Un ensayo que no se toma en serio las posibilidades reales, el carácter «ritual», ontológico de cualquier ¿qué es…?

Texto pues, el de Barthes, paradójicamente «tradicional», inscrito des­de el principio en un marco común de referencia. Sin embargo, la exposi­ción de lo que la escritura sea, no vendrá dada por una definición o una axiología; nada más ajeno a la irrupción constituyente del imaginario crítico que la manifestación de su dogma: «la defini­ción, la separa­ción del Bien y del Mal»[xiii], dice Barthes; la definición: práctica de una sacralización[xiv]. La prudencia de Barthes es el índice de un procedimiento, un instinto que despliega un concepto señalando precisamente aquello que no es. La escritura no es la lengua que un escri­tor ha­bla, ni el estilo que lo posee[xv]; ni siquiera está empa­rentada con la «parole» en su sentido más o menos sausseuria­no.

Obviamente es posible percibir aquí uno de esos rasgos críticos que después definirán al Barthes «estructu­ralista». Quisiéramos indicar, sin embargo, la existencia de otras líneas junto a la estructuralista trenzando el tejido de su obra, desde el momento mismo de la composición de El grado cero[xvi]. Porque la alusión a la lengua y al estilo podría remitir a otra forma de comprender la pluralidad de los conceptos y sus relaciones, más topográfica que arquitectóni­ca: la mirada estra­tégica. Lengua, estilo, habla son aquí los nombres elegi­dos para describir un espacio lleno, la profundi­dad de un espe­sor, pero también los inevitable térmi­nos resi­duales que acompañan y participan en ese juego de máscaras que define todo prin­cipio[xvii].

¿Cuáles son, entonces, las relaciones que podemos esta­blecer entre la escritura y la lengua, el estilo, la palabra? Ya hemos sugerido que una primera relación sería de separa­ción. Las posibilidades de un segundo vínculo que lo fuera de in­clusión imponen formular un marco sobredeterminado de antema­no. Es el marco planteado por Sartre y que por resumir denominare­mos la cuestión del compromiso. Si es en la escritu­ra, y sólo en la escritura, donde tal problemática puede darse, y no en la lengua o el estilo, ¿cuál es la posición real que estos conceptos ocupan en la problemática del compromiso? De algún modo esta pre­gunta remite a una ontología del imaginario: lengua y estilo son obje­tos, son al­gunos de los nombres del «ser del len­gua­je», y en tanto obje­tos, ajenos al valor. La escritura es función[xviii], es ejer­ci­cio, es el valor de la forma, es el espa­cio de una dinámica entre lo social (o lo necesario) y lo enuncia­do. ­La relación entre escritura y lengua, estilo, etc., tam­bién la posibilidad de un enlace o una semiótica provi­sio­nal entre ellos, parte de esa diferencia de naturaleza (objeto-función). En nuestro caso, cabe pensar que esa función se realiza en el inte­rior de la lengua y el estilo, que toda lengua es «crea­ción y socie­dad», que todo estilo es «ecuación entre intención lite­raria y la estructura carnal del autor»[xix], es decir, en­tre­ necesi­dad y discurso[xx]. Pero esa «ecua­ción» tiene la forma de un cerco, se establece como límite. Es la relación que transforma al lenguaje escrito en (la escritura de la) Lite­ratura[xxi] o la Política, la que con­vier­te a la lengua o al es­ti­lo en proble­mática o en traspa­ren­cia, la que los codifi­ca de una mane­ra extraña[xxii], la que los dota, no sin violencia, de senti­do.

Conviene no confundir la noción de sentido con la de significado, aunque sea ésta la que Barthes utiliza en el texto. La noción de sentido tiene la ventaja de eludir momen­tá­nea­mente la división significante/significado, la dicoto­mía ­forma/con­tenido. El sentido sobrevuela, se impo­ne, es siempre exterior[xxiii]. Una vez más, el hecho de que la evolu­ción poste­rior de Barthes pri­mara la cues­tión del signi­ficante no es óbice para que queramos tras­plantar esa problemáti­ca a su primer libro. Se puede pensar que el concepto «es­cri­tu­ra» tal y como está expuesto en El grado cero se acerca más a una pragmá­tica. Porque la escritu­ra es cier­ta­men­te una función, pero tam­bién un signo, o un régimen de signos, que establece un sentido: mera ostentación o signo total, en cualquier caso apertura al compromiso, espacio en el que la libertad encuentra su nombre.

2. «Pero toda forma es también valor; por lo que entre la lengua y el estilo, hay espacio para otra realidad formal: la escritura». Sin duda el valor, en El grado cero, es la esencia de la escri­tura. Es en el valor, en donde el discurso pierde su inocen­cia y se con­vierte en signo total; en donde el escritor se indivi­dualiza como tal «fuera de la instalación de las normas de la gramáti­ca y de las constantes del esti­lo[xxiv]»; en donde el otro se nombra por vez primera; en donde la Historia aparece no como espesor sino como presente, como espacio de compromiso y como fuente; en donde, por tanto, la moral es una problemá­tica le­gítima, espacio de una elección, de una libertad.

El valor es uno de los atributos de la forma, o dicho de otro modo, cuando la forma es valor, es escritura. Como flujo discursivo toda escritu­ra es un régimen de signos[xxv], de ahí la alusión a su deve­nir como «signo total», pero también abre la posibilidad de esta­blecer una semiótica particular convirtiendo en ele­mentos de la misma ciertos rasgos como el tono, la elocuen­cia, procedi­mientos retóricos[xxvi], etc. o, más explícitamente, principios genuinos de construcción del discurso. En nuestro libro, obje­tos de un análisis narrato­lógico tales como el pretérito inde­finido o la tercera persona en la narrativa, son significativos, o mejor, cobran otro sentido si se les considera elementos de una escritura, y significativos dentro de ella: son síntomas de valor[xxvii]. En el límite, y por idénticos motivos, el lenguaje poético (moder­no) no será escritura, sino tan solo estilo, pulsión inte­rior[xxviii].

Comprobamos entonces cómo la escritura, en tanto régimen de signos, conforma un conjunto de elementos sin más relación entre ellos que el rastro de una Historia, el ejerci­cio de una libertad. Pero en este caso, un régimen de signos no adquiere la apariencia de un sistema de objetos; más bien se muestra como un frente de interpretación en el que cualquier elemento del lenguaje puede convertirse en signo de la escritura, expresión de va­lor.

Pero valor es ausencia de inocencia: la escritu­ra siempre apare­ce ligada a la Historia[xxix]. Esta ligazón es in­ten­cional y al mismo tiempo está determina­da. La Historia es a la vez un campo de batalla y el marco en el que esa batalla se efec­túa[xxx]. En tanto límite, precisa las condiciones de posi­bi­lidad de una escritura[xxxi]; en tanto presente, vuelve real y exige una elección entre distintas varia­bles. Si la escritura produce el valor de la forma, es al mismo tiempo su «moral»[xxxii], un ejer­ci­cio de Liber­tad, o mejor, un lugar donde la Libertad se desdobla: libertad inmanente, con­sustancial al propio hecho de escri­bir[xxxiii]; ­li­bertad trascendente, en minús­cula, con­creta, marcada por variables exteriores[xxxiv].

Sólo en el marco de esta libertad concreta, el otro puede aparecer. Pero su aparición recuerda a la del fan­tasma de Hamlet: anuncia un destino, una tragedia. Si por un lado toda escritura es «un acto de solidaridad históri­ca» puesto que compromete al «escritor (…) ligando la forma a la vez normal y singular de su palabra a la amplia Historia del otro[xxxv]», por otro lado esta solidaridad im­pli­ca muy difícilmen­te una comunica­ción[xxxvi]: es siem­pre ejercicio so­li­tario, apuesta individual, casi carnal, sin recompensa ni empatía. La pro­duc­ción libre de un lenguaje le es impuesta al escritor desde la socie­dad, pero no presupone el movimiento análogo de unas condiciones de lectura, de un lenguaje libremente consumi­do[xxxvii] por parte de esa sociedad. La escritura determina por tanto un régi­men asimétrico. Espera ver reflejado en el consumo lo que ella efectúa en la producción. Es valor, pero estricto valor de uso[xxxviii], es decir, impoten­cia, simu­la­cro.

Este carácter intransitivo de la escritura, del que posteriormente se quejaría Sartre[xxxix], hay que entenderlo en El grado cero como alienación y no como un rasgo positivo del hecho literario. La igualdad que continuamente ronda por las páginas de nuestro texto, tendente a equilibrar el gesto de una libertad absoluta con la utopía de una trasparencia y universalidad lectoras, no puede sino percibir como trágico este carácter intransitivo. La soledad de la alienación, siendo preferible a la instrumentalización de la escritura, no deja de reposar sobre una suerte de «sociedad del discurso»[xl], un territorio clausurado de control del texto en donde la premisa de la producción discursiva es precisamente la naturaleza solitaria de esa producción.

Desde esa impotencia, la escritura, y no la lengua o el estilo, define al escritor como categoría social en la medida que sólo en ese ejercicio solitario puede resolverse su individua­ción. Pero también porque la práctica de la escritura impone unas normas, y prescribe un status. Se trata no obstante, de una categoría social titubeante: en rigor, cualquier persona que articula una escritura no es necesariamente un «escritor»[xli]. Barthes reserva un neolo­gis­mo, «escribiente» –écrivant-, precisa­mente para aquél que rehúsa el carácter libremente producido de la escritura que la Historia exige al escritor –écrivain[xlii]. Hablaríamos, grosso modo, de los que se acogen a las «escri­turas intelectuales», es decir, los que asumen una escritura ajena y pro­ducen su libertad como práctica negativa, derecho poseído pero no utilizado. De algún modo, se trata de un mal compromiso, o de un compromiso impos­tado puesto que no encontramos elección verdadera sino retrai­miento a lo instituido, negativa a asumir o borrar el nombre propio[xliii]. Los rasgos negativos que Barthes atribuye al écrivant se justifican, de nuevo, en el carácter intransitivo que debe poseer toda escritura legítima. Si esta intransitividad no es, a fin de cuentas, más que el código de pertenencia a una «sociedad del discurso»[xliv], es indudable que nos encontramos frente a la marca de una alienación[xlv]. Pero de una alienación insoslayable. El écrivant, por el contrario, se caracteriza por el sentido de instrumentalidad con el que percibe su lengua, al dotarla de una naturaleza transitiva; es por ello que justamente en donde pretendía escapar de la «sociedad del discurso» de los écrivains, cae preso de una doble alienación en la medida que desconoce el poder inscrito en la palabra, sobre todo en la suya propia.

De todas formas, como cuenta Pierre Clastres sobre Nietzs­che, Barthes a veces parece poco preocu­pa­do de lo verdadero y de lo falso de sus sarcasmos. Porque sólo desde el sarcasmo es posible leer el final del fragmento en el que alude a la «escritura intelectual», al écrivant: “Pero del mismo modo en que, en el estado pre­sente de la Historia, toda escritura política sólo puede afir­mar un universo policial, toda escritura inte­lectual puede instituir solamente una para-lite­ratu­ra, que no se atreve a decir su nombre. Están [los inte­lectuales] en un callejón sin salida, sólo pue­den remitirse a una complicidad o a una impoten­cia, es decir, de todos modos, a una alienación”.[xlvi]

Se pueden -o no- elevar muchas justificaciones para salvar este frag­mento, aunque quizás lo más interesante sea proceder a una evaluación del mismo en los términos de una intención y una permanencia. Con alguna propiedad, podría apuntarse que en estas líneas Barthes percibe y señala una cierta «mediocridad-ambiente» como el blanco de su combate: el juicio que este fragmento nos pueda merecer ha de cimentarse más en su eficacia como arma que en su contenido de verdad[xlvii]. Por otro lado, la oposición écrivain/é­cri­vant irá aquilatándose con el tiempo hasta mostrar una nueva figura, en la que Barthes inscribe su propia escritura: la del écrivain-écrivant[xlviii], especie de híbrido que parece ser la imagen de una transición, y puede que de una aporía. En cualquier caso, la permanencia de esta problemática en la evolución posterior de su obra, lejos de ser un estorbo, se revela como una de las causas principales de que su prosa -su «escritura»- haya sido una de las más brillantes de su genera­ción. Pero se trata de escritura intelec­tual, sin lugar a dudas, como la de muchos otros coetáneos -Foucault, Blanchot, Sartre, Lèvy-Strauss, Althusser, Deleuze, Derrida- con quien conformó quizá la generación de ensayis­tas franceses más brillantes desde la Ilustración. Críticos-escrito­res, los llamó Todorov, en un apelativo que hubiera sido del agrado de Barthes, y esta­ permanencia de la «literatura» en la apreciación del teóri­co estructuralista, aunque deba mucho a su amistad con nuestro autor, no implica que en su prosa no resida un saber, o una inten­ción, diferente de los literarios: en rigor, y según un término que no tardaría mucho en ponerse de moda, «teórico».

Pero, como cualquiera, Barthes no es dueño de sus insultos. La naturaleza doble del insulto, atributiva y discontinua, parece muchas veces forjar su esplendor en el sitio equivocado. Barthes yerra al confundir escritura política con escritu­ra intelec­tual. Ni toda escritura intelec­tual es política ni, lo que es más importante, toda escritura política es intelec­tual. Y, sin embargo, ¿no sigue siendo cierto que toda la escritura política afirma un universo policial? Y en ese sentido, ¿dónde se queda para Barthes la anarquía, el decir libertario, la preocupa­ción anti-política que recusa «el contenido eternamente represivo de la palabra orden»[xlix]?

3. A pesar de todo, nos equivocaríamos si pensáramos que El grado cero de la escritura es un texto teórico. La “para-visión” de un territorio del imaginario, casi mítico[l] -visto con nuestro ojos actuales- en la que la «escritu­ra» tenga cabida es más el efecto de una sensibilidad que el proceso en el que se instala una razón fundante; la «escritura», como manifies­ta el propio título del libro, marca, sobre todo, las condiciones desde las que hablar de «su grado cero». Pero esta categoría, aplicada a la escritura, deviene sinónima de un programa, y por tanto de un presente. Es ese presente el que hay que fundar, el que hay que instituir como instante único y definido de la Historia. La Historia, la del pasado y la del otro, siempre será construida desde el eje del presente[li], y ello aunque de algún modo corra el riesgo de desautorizarse como procedimiento[lii].

 

Pero este decir el presente, además de fijar una necesidad, promueve una colectividad del decir. Toda la insistencia de Barthes en la soledad del acto creativo cabe interpretarla como el ejercicio de la solidaridad con la que Barthes cubre aquellos a escritores que considera suyos, incluido él mismo[liii]. Esta fundación del presente se revela ya como utópica en la medida que abre las puertas a una literatura por venir[liv]. Y la insistencia es importante, porque desde ahora habrá que concebir «el grado cero» de la escritura como el acontecimiento puro y singular de una discontinuidad que se desdobla en múltiples variables[lv].

Hablemos, por tanto, de esta actitud fundante, leal al acontecimiento constituyente de un imaginario crítico. En las páginas de El grado cero, Barthes pone en marcha un mecanismo lector del discurso en unos términos que Foucault denominaría más tarde -fijando unos planteamientos que flotaban en el ambiente- «principio de discontinuidad» y «principio de exterioridad».

El «principio de discontinuidad» pretende romper con la ligazón de lo mismo como extensión de la Historia. Propone el acontecimiento como elemento responsable de la diferencia en la Historia[lvi]. El «principio de exterioridad» pretende encontrar los límites de la significancia del discurso en las condiciones que lo hacen posible, no en un interior dado aunque oculto[lvii].

Estas son las premisas desde la que Barthes engarza la teoría y la historia en El grado cero. El presente tiene, no obstante dos nombres, la Contemporaneidad -el momento justo, el presente absoluto que acompaña y exige la propia escritura de Barthes-, y la Modernidad -el instante que se alarga y se transforma en duración y en pluralidad-. No vamos a entrar aquí, salvo tangencialmente, en la validez o no de las afirmaciones que Barthes expresa en torno a la escritura -o su doble la literatu­ra- y su Historia. Nos encontramos junto a un ensayo programático y no frente a un estudio riguroso. Más interesante resultará intentar verificar los procedimientos que Barthes emplea a la hora de construir esa, en sus términos, «introducción a la Historia de la Escritura». El presente, y más concretamente ese presente que llamábamos Modernidad, es el lugar en el que Barthes instala una discontinuidad en el decir, el acontecimiento de una escritura nueva. Un momento histórico -y la Modernidad lo es- se concibe básicamente en torno a una problemática, un complejo de preguntas e imperativos, determinados por una infraestructura social, económica e ideológica, en definitiva, unas condiciones de posibilidad[lviii]. La Modernidad se va a carac­te­rizar por ser la época en la que las escrituras se pluralizan y, sobre todo, como el tiempo en el que la escritura es el efecto de una problemática del lengua­je[lix]. ¿En qué consiste esta problemática para Barthes? En primer lugar en un proceso de fragmentación fruto de una ruptura ideológica: la pérdida del sentido de la universalidad en el seno de la ideología burgue­sa[lx]. La Moderni­dad como acontecimiento  y las condiciones de posibilidad de su discurso -la problemática del lenguaje- conforman el esquema en el que Barthes instalará y arriesgará su propia escritura, la validez de sus propuestas. Problemática del lenguaje significa pues entrada en crisis del cuerpo de la literatura, en el mismo momento en que éste se convierte en objeto, y deja de ser transparencia[lxi].

Este punto es fundamental porque Barthes va a articular todo su relato histórico en torno a esta tematización. Así, la preeminencia del presente, en todo el análisis de Barthes, no intentará tanto formular un discurso verdadero sobre la escritura que lo precede -al menos en este primer momento- como determinar en su relato -en el sentido fuerte del término- histórico, las condiciones que puedan iluminar el presente. La Época Clásica será considerada, precisamente, como tiempo marcado negativamen­te, como el momento en el que el lenguaje no es problemático. Todo el análisis se ceñirá a esta consideración y su implicación más evidente: si se pretende singularizar el presente, no puede hacerse más que indiferenciando el pasado. En consecuencia, Barthes puede decir que «en la época pre-clásica existe la apariencia de una pluralidad de escrituras»[lxii], porque, como bien se encarga de asegurar posteriormente, sólo se trata de una apariencia, de un efecto. O bien, vuelve a replantear el tema en relación a la época clásica para señalar y caracterizar como eje central de la misma la imposibilidad de pluralidad, la imposición de una escritura única[lxiii].

Esta exasperación de la mirada del presente sobre el pasado se extiende incluso sobre la propia escritura como concepto, para afianzar aún más el carácter de escritura de la literatura contemporánea. Y ello desde dos variantes. En primer lugar historizando propiamente a la escritura como concepto, o lo que es lo mismo, objetivándolo. Hasta ahora, el desarrollo argumental de Barthes nos había dado a conocer la escritura sobre todo como un término «ahistórico», es decir, término teórico con el que contribuir a producir una teoría de los signos. Se hablaba con igual facilidad de la escritura clásica que de la revolucio­naria; de la burguesa que de la pre-clásica, y ninguna precau­ción nos indicaba que no se pudiera hablar de una escritura medieval, por ejemplo. La escritura era función, posibilidad de relación, en suma, era en sí misma histórica, o uno de los procedimientos por los que determinar el paso de la Historia. Sin embargo, de pronto Barthes se desmarca afirmando una historicidad de la escritura en tanto posibilidad, a partir de una vuelta a la relación lengua/escritura. Se retoma la posición que ve en la escritura una función dentro de la propia lengua en tanto objeto. Sin embargo, se precisa, si es dado encontrar un momento en el que la lengua no es objeto, es decir, no se ha formalizado como tal en un código explícito, la escritura deja de ser posible: “Para retomar la distinción entre «lengua» y «escritu­ra» podría decirse que hasta 1650, la Literatura francesa todavía no había superado la problemática de la lengua y por eso mismo ignoraba la escritura. En efecto, mientras la lengua duda de su estructura misma, toda moral del lenguaje es imposible; la escritura sólo aparece en el momento en el que la lengua, constituida nacional­mente, se transforma en una suerte de negatividad”[lxiv].

Barthes parece víctima, a la vez, de un prejuicio que es una confusión y de una confusión que pudiera muy bien ser ignoran­cia[lxv]. El prejuicio es el que confunde, por jugar con los situacionistas «un estado de la lengua» con «la lengua del Estado», es decir, la clausura de los estados de lengua realmente existentes en aquella realidad lingüística impuesta como legítima, y por tanto, también como Lengua[lxvi]. ¿Por qué este reduccionismo de la «escritura»[lxvii], un concepto que estaba demostrando a lo largo de El grado cero una capacidad de seducción teórica incuestiona­ble? Estas confusiones se revelan más graves al mostrarse ­Barthes consciente del carácter de valor de la escritura clásica en cuanto ejercicio normalizador y legitima­dor de la lengua[lxviii], es decir, en tanto que Barthes aplica conse­cuentemente el modelo de «escritura» que había esbozado en la primera parte del libro.

Son, en cualquier caso, confusiones significativas de esa voluntad de ubicuidad del presente en el desarrollo de El grado cero. A este presente, por tanto, es al que nuestro texto presta más atención.

Decíamos que la problemática del lenguaje estriba en la constitución de la Literatura como objeto, como espesor. La tarea del escritor se vuelve trágica en el momento en que entra en crisis la ideología que lo sustenta, ideología de la universali­dad y la transparencia del flujo discursivo[lxix]. La aparición de una pluralidad de ideologías, en conflicto o en alianza, inicia precisamente una pluralidad de escrituras en el interior de esa misma matriz burguesa, pero esa misma pluralidad no es sino la marca de una condena o una imposibilidad: la necesidad de poner en tela de juicio la existencia misma de la Literatura, y la imposibili­dad de escribir sin una reterritoria­lización litera­ria[lxx]. Cuando hablamos de poner en tela de juicio a la Literatu­ra, estamos aludiendo a ese objeto codificado, de alguna forma, al resultado mismo de la Historia de la Literatura, a un concepto, por lo demás, cuya aparición no databa de hacía mucho[lxxi]. Lo que se rechaza es una imagen, un rostro, una identi­dad.

Para comprender bien lo que esta problemática significa, Barthes se apropia de con alguna ligereza de términos procedentes de la “escritura marxista”. Según él, en la época clásica, la escritura era un valor de uso, flujo único de discur­so, lenguaje como bien común e indeterminado. Pero la problemática del lenguaje es también una problemática de legitimación[lxxii], de razones trascendentes que expliquen una existencia. De ahí la pluralidad de escrituras, y las distintas respuestas que estas proponen. Pero todas estas escrituras, aunque apunten hacia un nuevo orden en el que la libertad es la garantía de la diferencia, siguen siendo los ejercicios contradictorios y más o menos autoconscien­tes de una escritura que es mercancía, objeto de intercam­bio[lxxiii]. No obstante, para Barthes, si es posible pujar en la ruleta del juicio estético, será precisamente en la consideración de esta autoconsciencia como signo de una calidad. En la época moderna, mientras más dubitativa o tartamuda se encuentre una obra literaria en relación al objeto-Literatura que la precede y absorbe, más apreciable será su valor estético[lxxiv]. Aunque sea un ejercicio desespera­do y casi siempre conducente al fracaso. En cualquier caso, por ejemplo, se podrá valorar en Flaubert que haya sido capaz de hacer visibles, en tanto convencionales, los propios signos de la Literatura en su obra, marcada por un fetichismo del trabajo[lxxv]. De igual modo, podrá reprochar a la escritura realista de Zola, Maupassant, etc., que utilizaran esos mismos signos de la Literatura, pero sin autoconsciencia, negando una realidad que ya era visible para cualquiera que quisiera afrontar el hecho de escribir con honestidad: «ninguna escritura es más artificial que la que pretendió pintar a la Naturaleza más de cerca»[lxxvi].

De este modo, la Modernidad para Barthes no se presenta como una línea sino como un abanico, un marco en el que distintas respuesta organizan una misma problemática. «El grado cero» es una de esas respuestas, y más que una escritura, quizá cabría definirlo como una actitud ante la escritura. Debajo de «el grado cero» reposa una esperanza, un deseo inaugurado por Mallarmé de «alcanzar un objeto absolutamente privado de Historia, reencon­trar la frescura de un estado nuevo del lenguaje»[lxxvii]. Este deseo se instala dentro de una ilusión fenomenológica, que el propio Barthes diagnostica en autores como Gide, Valéry, Breton, y que consiste en una elevación de la Literatura a la categoría de lo sublime[lxxviii]. Huida de la Historia en ambos casos. Sin embargo, en la senda abierta por Mallarmé, esta trascendentalización, en vez de justificarse en la presencia de la forma, se busca en su ausencia, en su silencio. La esencia de un estado nuevo del lenguaje debería ser una «literatura llevada a las puertas de la Tierra prometida, es decir a las puertas de un mundo sin Literatura, del que los escritores debieran testimoniar»[lxxix]. Este afán por una escritura sin Literatura es el comienzo de la escritura en su grado cero.

Pero hablar de «el grado cero de la escritura» significa remitirse a la otra forma de presente, más inmediata, más urgente, en la que Barthes sitúa su ensayo: la Contemporanei­dad, su contempo­raneidad, la de los escritores a los que Barthes arroja el lazo de una solidaridad: Camus, Quenau, Céline… Son autores que practican una escritura blanca, una escritura neutra «libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lengua­je»[lxxx], una escritura que rechaza comprometerse con cualquier clase de imaginario constituido, para formar una suerte de negatividad, inercia de la forma[lxxxi]. Se trata de evitar el lenguaje como problemática «entregándose a una especie de lengua básica, igualmente alejada de las lenguas vivas y del lenguaje literario propiamente dicho»[lxxxii]. Sin embargo, esta apuesta, en la que podría fundarse tanto una estética como un ejercicio legítimo de compromiso, se muestra infiel en la medida en la que el deseado frescor del discurso, sólo puede darse en el momento de su ejecución primera; más tarde deviene automatis­mo, copia de sí mismo, prisionero de nuevo de la convención de la que huye[lxxxiii].

Este deseo, común a toda la Modernidad, funda sin embargo una utopía; esta desesperanza esboza una prudencia. Si el presente pertenece, en lo que posee de más honesto, a la escritura en su grado cero, el futuro por el que se apuesta parte necesariamente de él. Es preciso exasperar el conven­cionalismo de lo literario hasta hundirlo por completo en la escritura[lxxxiv], a pesar de que ese esfuerzo signifique que «una obra maestra moderna es imposible». Y esa imposibilidad radica en que «el escritor reconoce la amplia frescura del mundo presente, aunque para dar cuenta de ello sólo dispone de una lengua espléndida y muerta (…). Bajo sus ojos, el mundo civil forma ahora una verdadera Naturaleza, y esa Naturaleza habla, elabora lenguajes vivientes de los que el escritor está exclui­do»[lxxxv]. La tragedia expresiva del escritor, por tanto, también es una tragedia social porque im­pide una reconciliación entre el escritor y su sociedad. Un desarraigo que es doble: del escritor con su sociedad, y de la sociedad consigo misma[lxxxvi].

La cuestión del compromiso, pues, se sitúa en sus términos correctos. Si se puede plantear que la Modernidad se caracteriza por una búsqueda de utopías del lenguaje[lxxxvii], por asumir como propio «el horizonte imposible de una anarquía del lenguaje»[lxxxviii], esa utopía es vivida a la vez como alienación y como deseo[lxxxix]. El compromiso es justamente lo que fuerza el deseo contra la alienación, por medio de una «responsabilidad de la forma»[xc]: en el abanico de las distintas escrituras, el escritor ha de optar entre ellas[xci]. Pero la problemática de la escritura, el desa­rrai­go y la alienación no es un problema que puede solucionar el escritor «salvo abandonando la Literatura (…). Puede crear un lenguaje libre, se lo devuelven fabricado, pues el lujo nunca es inocente»[xcii]. Los esfuerzos por superar una problemática de una escritura que no sea lujo, mercancía inútil, es decir, la opción por una escritura en su grado cero, neutra, no pueden considerar­se más que como «anticipación de un estado homogéneo de la sociedad: (…) no puede haber lenguaje universal fuera de una universali­dad concreta, no ya mística o nominal, del mundo civil»[xciii]. Esta anticipación es la apuesta utópica que la escri­tu­ra contemporánea acoge, construyendo por tanto «una Literatura nueva en la media en que inventa su lenguaje sólo para ser proyecto»[xciv]. Pero no sólo proyecto, apuesta por una literatura «por venir», sino también «escucha política», esa misma escucha que Mallarmé posee y que funda la discontinuidad en la que aún vivimos[xcv], que el propio Barthes reivindica para sí[xcvi].

Y mirándolo en retrospectiva, no podemos decir, que exista un nihilismo en El grado cero de la escritura como puede pensar cierto pesimismo contemporáneo[xcvii]. Se puede postular, más bien, que nos encontramos frente a un tratado de ética, por un lado, pero sobre todo frente a un texto utópico: El grado cero no sólo busca las condiciones de posibilidad de una escritura liberada, sino que en sí mismo se construye como un ejercicio de «escucha política». Utopía inmanente la que plantea, y por tanto, utopía libertaria[xcviii]: funda una crítica que propone una acción siempre en fuga, siempre realista.­ Y como es sabido, los términos de una utopía siempre pueden sustituirse por otros -así los de El grado cero– pero su deseo permanece intacto. Desde ese deseo, Barthes ofrece, tal vez secretamente, una obra deseosa de conjugar -con otras- un nuevo verbo liberta­rio. Y para quienes sentimos la llamada de ese verbo esta contribución a la utopía en su grado cero no es, desde luego, poca cosa.

NOTAS FINALES

[i] En el sentido más o menos heideggerdiano del término o, más bien, a medio camino entre la concepción de Heidegger y la que posteriormente ofrecería Alain Badiou. Vid. LEVEQUE J. “El concepto de «acontecimiento» en Heidegger, Vattimo y Badiou”. Azafea: Revista de Filosofía [Internet]. 24 Feb 2012; 13(0): 69-91.

[ii] «Hèbert jamás comenzaba un número de Père Duchêne sin poner algunos “¡mierda!” o algunos “¡carajo!”» p. 11. Todas las referencias a El grado cero se tomarán de El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos críticos, México, S. XXI, 2017.

[iii] «Lo vacío es más bien lo nuevo, el retorno de lo nuevo (que es lo contrario de la repetición). BARTHES, R., «Digresión», El grano de voz, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, p. 123. (El subrayado es mío).

[iv] CELINE, F., Viaje al fin de la noche, Barcelona, EDHASA, 1994, p. 44.

[v] La naturaleza de la pregunta ¿qué es…? se ha convertido en uno de los lugares recurrentes de la teoría contemporánea. Quizás una de la aportaciones más valiosas se encuentre en la obra de Deleuze y Guattari, los cuales, enfrentados a la cuestión de ¿qué es la filosofía? resolvían -Guattari moriría poco tiempo después- que tal pregunta sólo puede abordarse desde una determinada vejez: «No estábamos suficientemente sobrios. Teníamos demasiadas ganas de ponernos a filosofar y, salvo como ejercicio de estilo, no nos planteábamos qué era la filosofía; no habíamos alcanzado ese grado de no estilo en el que por fin se puede decir: ¿pero qué era esto, lo que he estado haciendo durante toda mi vida? A veces ocurre que la vejez otorga, no una juventud eterna, sino una libertad soberana», DELEUZE, G. y GUATTARI, F., ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2006, p. 8. (El subrayado es mío).

                Sin embargo, quizás sea posible pensar que en Barthes esa «libertad soberana» está como acontecimiento desde el primer momento, y que en la voluntad de saber expresada en la pregunta ¿qué es…? se esconde un movimiento de huída del conocimiento, un deseo más profundo de «desconocer» que incorpora la sobriedad como el ejecicio salvaje de una desterritorialización constante -el transcurrir de una vida- que sólo en la vejez puede decirse: «quizás ahora arriba la edad de otra experiencia: la de desaprender, la de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado», BARTHES, R., «Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France», El placer del texto. Lección inaugural, México, S. XXI, 2014, p. 150. En tal caso, decir ¿qué es…? sería la oportunidad de no tener que preguntar nunca más, la ocasión de determinar la interrogación como el momento de una fuga de todas sus implicaciones, de todos sus antecedentes.

                Y si ¿qué es la filosofía? es una pregunta que sólo en la vejez puede formularse porque a fin de cuentas, en sus términos, es la más vieja de las preguntas, Barthes propone ¿qué es la escritura?, es decir, cuestiona lo que aún no existe, lo que todavía no ha sido dicho, establece la más joven de las preguntas. En esta dinámica de creación de conceptos, Barthes ya huye, desde antes de su inscripción en la Historia, del propio concepto -«escritura»- que está a punto de adelantar. Avancemos, por tanto, un paso en la tesis con la que Deleuze y Guattari abrían esta nota: si existe una sobriedad de la vejez consistente en una especie de salvajismo del concepto pasado, desatada cuando ya nada importa, también existe -con Barthes- una sobriedad de la juventud consistente en una huída del concepto del porvenir en tanto retorno constante de una identidad falsa. Si por Foucault sabemos que la locura es la ausencia de obra, la lucidez quizá sea la presencia de una huella que se enfrenta a la responsabilidad de la Historia.

[vi] Op. cit., p. 8.

[vii] El concepto de imaginario empleado en el presente trabajo es el propuesto por Cornelius Castoriadis en múltiples ensayos. Un resumen pertinente puede encontrarse en CASTORIADIS, C., La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 2013.

[viii] En realidad, la cuestión latente no es la enunciada en la literalidad de las preguntas. Más bien se trata de lo que denominaremos la cuestión del compromiso. Es dentro de esa interrogante idéntica desde donde Barthes sustituye el término «literatura» por «escritura».

[ix] No quisiera dejar pasar que esta formulación responde también a otra apertura propuesta por Sartre, para quien todo ejercicio de compromiso pasa por la elaboración de una topología del presente, una preocupación por el estar en situación desde la que marcar una opción. Vid. «La situación del escritor en 1947», ¿Qué es la literatura?, Buenos Aires, Losada, 1957, pp. 156-247.

[x]«El ritual define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan (y que, en el juego del diálogo, de la interrogación, de la recitación, deben ocupar tal posición y formular tal tipo de enunciados); define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos que deben acompañar al discurso; fija finalmente la eficacia supuesta o impuesta de las palabras», FOUCAULT, M., El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 34.

[xi] «No he producido sino ensayos, genero ambiguo donde la escritura disputa con el análisis», BARTHES, R., «Lección inaugural», op. cit., p. 113.

[xii] Todorov, incidiendo en este punto, recoge algunas opiniones de Barthes: «Barthes, pues, puede decir de sí mismo: “Por mi parte, no me considero un crítico, sino más bien un novelista, escribano no de la novela, es cierto, sino de lo `novelesco'” (“Response”, Tel quel, 47, 1971, pag. 112); y especifica en Roland Barthes: “El ensayo se considera casi como una novela: una novela sin nombres propios” (pag. 124). En calidad de enunciados, el ensayo y la novela divergen: uno se refiere al mundo de los individuos, el otro no; pero se parecen en el modo de su enunciación: se trata en ambos de un discurso no asumido, una ficción», TODOROV, T., Crítica de la crítica, Paidós, 2005, p. 66.

[xiii] p. 31.

[xiv] «Definir las cosas (…) es siempre en mayor o menor grado sacralizarlas», BARTHES, R., «La Rochefoucauld: Reflexiones o sentencias y máximas», El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos críticos, op. cit., pp. 100 y 101.

[xv]«Se quiere aquí (…) afirmar la existencia de una realidad formal independiente de la lengua y del estilo» p. 15.

[xvi] Una línea que Deleuze intuyó y que es la aquí intentamos rastrear: «La pragmática está abocada a hacerse cargo de la lingüística. Véase si no la evolución de Roland Barthes respecto a la semiótica -partiendo de una visión del “significante”, se fue haciendo cada vez más “pasional”, hasta llegar a la situación actual en la que parece estar elaborando un régimen abierto y a la vez secreto, tanto más colectivo cuanto que es el suyo (…): ascesis lingüística. Da la impresión que “se explica a sí mismo”, cuando en realidad lo que hace es una pragmática de la lengua», DELEUZE, G. y PARNET, C., Diálogos, Valencia, Pre-textos, 2004, pp. 129 y 130.

[xvii] Como muy bien sabía Nietzsche al valorar la actividad de la filosofía: «Al principio el espíritu filosófico tuvo siempre que disfrazarse y enmascararse (…) para ser siquiera posible en cierta medida. (…) [El filósofo] tuvo que representar ese ideal [ascético] para poder ser filósofo, tuvo que creer para poder representarlo», NIETZSCHE, F., La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1986, p. 134. En la misma línea insiste Deleuze: «Una nueva fuerza no puede aparecer y apropiarse de un objeto más que adoptando, en su momento inicial, la máscara de las fuerzas precedentes que ya lo han ocupado», DELEUZE, G., Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 2016, p.12.

[xviii] «Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función: es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transforma­do por su destino social» p. 22. (El subrayado es mío).

[xix] p. 20.

[xx] Esta intuición de El grado cero se corrobora en la «Lección inaugural», en donde, dentro de la igualdad lengua=poder, Barthes puede afirmar que «es de dentro de la lengua donde la lengua debe ser combatida, descarriada: no por el mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro constituye», p. 123.

[xxi] «Esta [la literatura] también debe señalar algo, distinto de su propio contenido y de su forma individual, y que es su propio cerco, aquello precisamente por lo que se impone como Literatura» p. 11.

[xxii] «Todas las escrituras presentan un aspecto de cerco extraño al lenguaje hablado» p. 26.

[xxiii] «La escritura (…) debe imponer, en la unidad y en la sombra de sus signos, la imagen de una palabra construida mucho antes de ser inventa­da» p. 26.

[xxiv] p. 21-22.

[xxv] «De ahí un conjunto de signos sin relación con la idea, la lengua o el estilo y destinados a definir en el espesor de todos los modos posibles de expresión, la soledad del lenguaje ritual» p. 11.

[xxvi] «En toda forma literaria, existe la elección general de un tono, de un ethos si se quiere, y es aquí en donde el escritor se individualiza claramente porque es donde se com­promete» p. 21.

[xxvii] Cfr. a este respecto, toda la sección titulada «La escritura de la novela», pp. 35-46.

[xxviii] «Pero cuando el lenguaje poético pone radicalmente en cuestión a la Naturaleza por el solo efecto de su estructura (…) ya no hay escritura, solo hay estilos» p. 57. Esta afir­ma­ción ha de ser matizada con una observación precedente: ««La poesía moderna -la de Hugo, Rimbaud o Char- está saturada de estilo y es arte sólo por referencia a una intención de la Poesía», pp. 20-21.

[xxix] «No es necesario recurrir a un determinismo directo para sentir a la Historia presente en un destino de las escri­turas. p. 12.

[xxx] «La Historia es siempre y ante todo una elección y los límites de esa elección» p. 25. «Hay una Historia de la Escritura; (…) en el momento en el que la Historia general propone -o impone- una nueva proble­mática del lenguaje literario, la escritura permanece todavía llena del recuerdo de sus usos anteriores» p. 24.

[xxxi] «La Historia se presenta entonces frente al escritor como el advenimiento de una opción necesaria entre varias morales del lenguaje -lo obliga a significar la Literatura según posibles de los que no es dueño» p. 12.

[xxxii] «La escritura es la moral de la forma» p. 23.

[xxxiii] «La Historia le propone [a la escritura] la exigencia de un lenguaje libremente producido» p. 24.

[xxxiv] «La elección, y luego la responsabilidad de una escri­tura, designa una Libertad, pero esta libertad no tiene los mismos límites en los diferentes momentos de la Historia. Al escritor no le está dado elegir sus escrituras en una especie de arsenal intemporal de formas literarias» p. 24.

[xxxv] p. 22.

[xxxvi] «La escritura no es en modo alguno un instrumento de comunica­ción, no es la vía abierta por donde sólo pasaría una intención de lengua­je» p. 26.

[xxxvii] «Porque el escritor no puede modificar de ningún modo los datos objetivos del consumo literario (…), transporta volunta­riamente la exigencia de un lenguaje libre a las fuen­tes de ese lenguaje y no en el momento de su consumo» pp. 23-24.

[xxxviii] Para esta concepción del valor de uso, Vid. BAUDRILLARD, J., El espejo de la producción, México, Gedisa, 2009, pp. 18-22.

[xxxix] «Contra [las teorías del grupo Tel Quel] Sartre hizo la conocida -y aún no rebatida- objeción de que consideraba a la obra sólo como Ecriture, suprimiendo al lector y olvidando que la literatura es comunicación», JAUSS, H. R., Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid, Taurus, 1985, p. 21. Sin embargo, cabe pensar, como hace Todorov, que esta intransitividad ya estaba implícita en la escritura de Sartre. Refiriéndose a Barthes escribe: «El carácter intransitivo le viene quizá de Sartre; (…) es la intransitividad la que funda la oposición entre escritores/escribientes (poesía/prosa en Sartre)», TODOROV, T., op. cit., p. 64.

[xl] «Un funcionamiento [de control del discurso] (…) tienen las “sociedades del discurso”, cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en un espacio cerrado. (…) La diferencia del escritor, opuesta sin cesar por el mismo a la actividad de cualquier otro sujeto que hable o escriba, el carácter intransitrivo que concede a su discurso, la singularidad fundamental que acuerda desde hace ya mucho tiempo a la “escritura”, la disimetría afirmada entre la “creación” y no importa que otra utilización del sistema lingüístico, todo esto se manifiesta en la formulación (y tiende además a continuarse en el juego de la práctica) la existencia de una cierta “sociedad del discurso”, FOUCAULT, M., op. cit., pp. 34 y 35.

[xli] «La expansión de los hechos políticos y sociales (…) produjo un nuevo tipo de escribiente, situado a medio camino entre el escritor y el militante» p. 33.

[xlii] «En vez de un lenguaje idealmente libre que no podría señalar mi persona y dejaría ignorar totalmente mi historia y mi libertad, la escritu­ra a la que me confío [como écrivant] es ya institu­ción; descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo» p. 34.

[xliii] Esta temprana problemática acabará por definirse en el artículo «”Ecrivains” y “Ecrivants”», recogido en los Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 2002.

[xliv] «Lo que sabemos es que la palabra es un poder, y que, entre la corporación y la clase social, un grupo de hombres se define bastante bien por eso, por poseer, en grados diversos, el lenguaje de la nación», BARTHES, R., «”Ecrivains” y “Ecrivants”», op. cit., p. 177.

[xlv] «Desde el siglo XVI al XIX, en Francia, los propietarios indiscutibles del lenguaje eran los escritores, y nadie más que ellos; (…) y esta especie de monopolio del lenguaje producía curiosamente un orden rígido, no tanto de los productores como de la producción: no era la profesión literaria la que estaba estructurada (…), sino la materia misma de este discurso literario, sometido a reglas de uso, de género y de composición, casi inmutable de Marat a Verlaine, Montaigne a Gide», ibid.

[xlvi] p. 35.

[xlvii] Althusser aludía a esta actividad táctica cuando escribía que «la filosofía, por tanto (…), es una guerra perpetua entre las ideas. (…) Los innumerables sub-filósofos, filósofos-uña, filósofos-cabellos como decía Marx (…) no han dejado huella en la historia. Pero en cambio, todos los que han quedado en la historia no han hecho más que batirse entre ellos, y batiéndose como auténticos combatientes cucos, sabían buscar apoyos contra el adversario principal en los argumentos de los adversarios secundarios, hacerse aliados de éstos distribuyendo los insultos y los elogios, tomando, en suma, posiciones», ALTHUSSER, L., La transformación de la filosofía, Granada, Universidad de Granada, 1976, pp. 29-30. Un ejemplo lo da el propio Barthes, al «tomar posiciones» más adelante frente a la escritura de Roger Garaudy, «gran sacerdote teórico» del comunismo oficial francés, con el que también Althusser arreglaría cuentas años más tarde.

[xlviii] «Queremos escribir algo, y al mismo tiempo escribimos simplemente. En una palabra, nuestra época parece haber dado a luz un tipo bastardo: “écrivain-écrivant”», BARTHES, R., «”Ecrivain” y “Ecrivant”», op. cit., p. 184.

[xlix]p. 33. La pregunta es pertinente desde el momento en el que Barthes se denomina a sí mismo en varias ocasiones un «an-arquista etimológico». Vid., El placer del texto. Lección inaugural, op, cit., p. 129 y «¿Para qué sirve un intelectual?, El grano de voz, op. cit., p. 277.

[l] Término, por otro lado, del agrado de Barthes. Vid. BARTHES, Roland, Mitologías, Madrid, S. XXI, 2012, texto coetáneno a El grado cero.

[li] «Así es como puede iniciarse en el seno de la obra crítica el diálogo de dos historias y de dos subjetividades, las del autor y las del crítico. Pero este diálogo queda egoístamente todo él trasladado hacia el presente”. BARTHES, R., “¿Qué es la crítica?», Ensayos críticos, op. cit., p. 307.

[lii] «Detrás del pretérito indefinido se esconde siempre un demiurgo, dios o recitante. (…) Cuando el historiador afirma que el duque de Guisa murió el 23 de diciembre (…), esas acciones emergen de un pasado sin espesor; despojadas del temblor de la existencia, tienen la estabilidad y el dibujo de un álgebra, son un recuerdo», p. 37. A esta apreciación de El grado cero podría sumársele la percepción retrospectiva de Todorov sobre la obra de Barthes: «Barthes combina, pues, un historicismo radical (ninguna verdad general, sino sólo ideologías puntuales) con un desinterés por la historia», TODOROV, T., op. cit., p. 65-, e incluso una declaración de intereses: «Ante la masa de todos los relatos del mundo, la elección es forzosamente arbitraria. En lo que a mí toca, siempre he tenido el empeño de volver a la literatura “militante”, la que se hace hoy», BARTHES, R., «Sistema de moda y relato», El grano de voz, op. cit., p. 58.

[liii] «Este ciclo en Barthes no responde a arraigo y motivaciones exclusivamente propias y singulares, ni siquiera es el resultado de ninguna disidencia con su medio; es, por el contrario, un itinerario de escritos en íntimo contacto con su propio ambiente intelectual», GARCIA BERRIO, A., Teoría de la literatura, Madrid, Cátedra, 1989, p. 202.

[liv] op. cit., p. 203.

[lv] «La escritura (moderna) atravesó así todos los estados de una progresiva solidificación: primero objeto de una mirada, luego de un hacer y finalmente de una destrucción, alcanza hoy su último avatar, la ausencia: en las escrituras neutras, llamadas aquí “el grado cero de la escritura”». p. 15.

[lvi] «Principio de discontinuidad: (…) no es necesario imaginar, recorriendo el mundo y enlazando con todas sus formas y todos sus acontecimientos, algo no dicho o impensado», FOUCAULT, M., op. cit., p. 43-44.

[lvii] «No ir del discurso hacia su núcleo interior y oculto, hacia el corazón de un pensamiento o de una significación que se manifestarían en él; sino a partir (…) de su aparición y de su regularidad, ir hacia sus condiciones de posibilidad», ibid.

[lviii] En su ejercicio histórico, Barthes curiosamente no desdeña, visto el sarcasmo con el que alude al marxismo a lo largo del libro -¿existe mayor ironía que tratar al marxismo como «escritura marxista»?, la premisa que ve a cualquier producto cultural determinado por una infraestructura económica, política e ideológica. Véase si no este retazo dedicado al origen de la «escritura moderna»: «Pero los años cercanos a 1850 muestran la conjunción de tres grandes hechos históricos nuevos: la violenta modificación de la demografía europea; la sustitución de la industria textil por la metalúrgica, es decir, el nacimiento del capitalismo moderno; la secesión (comenzada en las jornadas de junio del 48) de la sociedad francesa en tres clases enemigas, es decir la ruina definitiva de las ilusiones del liberalismo» p. 64.

[lix] «La Literatura en su totalidad, desde Flaubert hasta nuestros días, se ha transformado en una problemática del lenguaje» p. 13.

[lx] «Hasta ese momento la ideología burguesa daba la medida de lo universal (…). En adelante esa misma ideología sólo aparece como una ideología entre otras posibles; lo universal se le escapa» p. 64.

[lxi] «El arte clásico no podía sentirse como lenguaje, era lenguaje, es decir transparencia, circulación sin resabios (…). En adelante la Forma se suspende frente a la mirada como un objeto (…). Flaubert -para señalar aquí sólo los momentos típicos del proceso- constituyó definitivamente a la Literatura como objeto» pp. 13-14.

[lxii] p. 59.

[lxiii] «Sin duda los escritores clásicos conocieron también una problemática de la forma, pero el debate no se refería de ninguna manera a la variedad y al sentido de las escrituras y menos aún a la estructura del lenguaje; solamente se cuestionaba la retórica» p. 61. Esta visión de la escritura clásica se ve coronada por el análisis de su posible excepción, el Romanticismo: «Y la revolución romántica, tan nominalmente inclinada a enturbiar la forma, conservó cuidadosamente la escritura de su ideología. El lastre arrojado al mezclar géneros y palabras le permitió preservar lo esencial del lenguaje clásico, la instrumentalidad» (p. 63), es decir, negar cualquier problemática autónoma del lenguaje.

[lxiv] p. 60.

[lxv] No es la ignorancia, sin embargo, algo que se quiera reprochar a Barthes en este trabajo, ni a ningún otro autor si su apuesta es fuerte. Aunque siempre se podrá pensar, como lo hace García Berrio, que Barthes no podrá ir más allá «de la más mediocre labor de epigonismo estructuralista en sus contados -tuvo la prudencia de no prodigarlos- ejercicios de análisis», o más modestamente en un «desacuerdo (…) cuando se aborda (la literatura moderna) sobre la base de su diferencia radical con el arte clásico», GARCIA BERRIO, A., op. cit. pp. 202, 204. A mi juicio, sin embargo, sería erróneo atribuir a este primer Barthes, la responsabilidad de cargar con el peso que el significante “Barthes” arrastra consigo hoy. Por lo demás, el propio Barthes reconocía en el momento de elaboración de El grado cero «la ausencia por desconocimiento de los más conocidos pensadores del momento, excepción hecha de Sartre» (GARCIA BERRIO, A., op. cit., p. 202.). Sus equivocaciones quisiera interpretarlas como idénticas en esencia a las que Barthes encontraba en Michelet: «Sé por ejemplo que muchas de las proposiciones de Michelet son recusables por la ciencia histórica, pero ello no impide que Michelet haya fundado algo así como la etnología de Francia», BARTHES, R., «Lección inaugural», op. cit., p. 127. Léanse con este espíritu las críticas que siguen.

[lxvi] Vid. BOURDIEU, P., «La producción y la reproducción de la lengua legítima», ¿Qué significa hablar?, Madrid, Akal, 2008, pp. 9-40.

[lxvii] Este juicio se aquilataría más tarde: «El trabajo de escritura en el que pensamos hoy, no consiste ni en mejorar la comunicación ni en destruirla sino en filigranearla; en general es lo que ha hecho (parsimoniosamente) la escritura clásica, que es por esta razón y ocurra lo que ocurra, una escritura», BARTHES, R., «Digresiones», op. cit. p. 125.

[lxviii] «Esa lengua depurada se hizo escritura, es decir, un valor de lenguaje dado inmediatamente como universal en virtud de las coyunturas históricas» p. 60. Pero además, la propia realidad de la lengua, la lengua viva, puede formar parte de una «problemática del lenguaje», como muy bien ve Barthes más adelante al referirse a la «escritura hablada» de Queneau, la literatura basada en una naturaleza social del lenguaje en Proust, y a una literatura moderna que «comienza a conocer a la sociedad como una Naturaleza cuyos fenómenos quizá podría reproducir durante esos momentos en que el escritor sigue los lenguajes realmente hablados» (p. 82) y que «está atravesada por los jirones más o menos precisos de este sueño: un lenguaje literario que haya alcanzado la naturalidad de los lenguajes sociales» p. 83.

[lxix] «El escritor se vuelve prisionero de una ambigüedad en la que su conciencia ya no recubre exactamente su condición. Nace así una tragicidad de la Literatura» p. 64. En un extremo, incluso, tal desgarro encuentra su fuente precisamente en las ideologías opuestas a la burguesa, aumentando esta tragicidad: «Los escritores burqueses condenaron hace tiempo (la escritura burguesa), en el momento en que la sintieron comprometida con las imposturas de su propia ideología, es decir, en el momento en el que el marxismo se encontró justificado» p. 75.

[lxx] «La sinceridad (del escritor) necesita aquí signos falsos, y evidentemente falsos para durar y ser consumida. El producto y finalmente la fuente de esta ambigüedad, es la escritura. (…) La escritura, libre en sus comienzos es finalmente el lazo que encadena el escritor a una Historia también encadenada: la sociedad lo marca con los signos claros del arte, con el objeto de arrastrarlo con más seguridad en su propia alienación» p. 46. Por lo que, como reacción, «cada vez que el escritor traza un complejo de palabras, pone en tela de juicio la existencia misma de la Literatura; lo que se lee en la pluralidad de las escrituras modernas, es el callejón sin salida de su propia Historia» p. 64.

[lxxi] «En ese mismo momento la Literatura (el término había nacido poco antes) se consagró como un objeto» p. 13.

[lxxii] «Hacia 1850 comienza a plantearse a la Literatura un problema de justificación: la escritura se busca excusas» p. 66.

[lxxiii] «Vemos así (…) que la función social de la palabra literaria (…) es precisamente la de transformar el pensamiento (o la conciencia, o el grito) en mercancía», BARTHES, R., «”Ecrivains” y “Ecrivants”», op. cit. p. 184.

[lxxiv] «A nosotros (…) sólo nos resta, si puede así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a este esquiva y magnífica engañifa, que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte ya la llamo: literatura», BARTHES, R., «Lección inaugural», op. cit., pp. 121-122.

[lxxv] «Toda una clase de escritores (…) va a sustituir el valor de uso de la escritura por el valor-trabajo. (…) Este código del trabajo literario, esta suma de ejercicios relativos a la labor del escritor defienden una (…) franqueza, ya que el arte de Flaubert se adelante mostrando su máscara con el dedo. Esta dosificación gregoriana del lenguaje apuntaba, si no a reconciliar al escritor una condición universal, por lo menos a darle la responsabilidad de su forma, a transformar la escritura dada por la Historia, (…) en una convención clara (…). El escritor da a la sociedad un arte declarado, visible a todos en sus normas, y a cambio de ello la sociedad puede aceptar al escritor. (…) Ya que la Literatura no podía ser vencida a partir de sí misma, ¿no era acaso mejor aceptarla libremente y, condenado a la prisión literaria, hacer un “buen trabajo”?» pp. 67, 68 y 69.

[lxxvi] pp. 69-70. De igual modo Barthes añade que «la escuela naturalista produjo paradójicamente un arte mecánico que significó la convención literaria con una ostentación hasta entonces desconocida. (…) Aquí la función del escritor no es tanto la de crear una obra sino la de entregar una Literatura que se vea desde lejos» pp. 70, 72.

[lxxvii] p. 76

[lxxviii] «Esta gran escritura tradicional, la de Gide, Valéry, Montherlant, incluso Breton, significa que la forma, en su pesadez, en su excepcional drapeado, es un valor trascendente a la Historia, tal y como puede serlo el lenguaje ritual de los sacerdotes» p. 76.

[lxxix] p. 78.

[lxxx] p. 78.

[lxxxi] «La escritura se reduce pues a un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan en favor de un estado neutro de la forma» p. 79.

[lxxxii] p. 79.

[lxxxiii] «Por desgracia, nada es más infiel que una escritura blanca; los automatismos se elaboran en el mismo lugar donde se encontraba anteriormente una libertad, (…), una escritura renace en lugar de un lenguaje indefinido. (…) La sociedad hace de su escritura (la del escritor) un modo y lo devuelve prisionero de sus propios límites formales». p. 80.

[lxxxiv] «Así las antiguas categorías literarias, vaciadas en el mejor de los casos de su contenido tradicional, que era la expresión de una esencia intemporal del hombre, se conservan finalmente sólo por una forma específica, un orden lexical o sintáctico, (…): la escritura (como problemática del lenguaje) absorbe en adelante toda la identidad literaria de una obra» p. 86.

[lxxxv] p. 87.

[lxxxvi] “Porque la sociedad no está reconciliada, el lenguaje necesario y necesariamente dirigido, instituye para el escritor una condición desgarrada”. p. 85.

[lxxxvii] «La modernidad -nuestra modernidad, que entonces comienza- puede definirse por ese hecho nuevo: que en ella se conciban utopías del lenguaje», BARTHES, R., «Lección inaugural», op. cit. p. 129.

[lxxxviii] ibid. p. 132.

[lxxxix] «La escritura literaria es a la vez portadora de la alienación de la Historia y del sueño de la Historia: como Necesidad testimonia el desgarramiento de los lenguajes, inseparable del desgarramiento de las clases: como Libertad, es la conciencia de ese desgarramiento y el esfuerzo que quiere superarlo», p. 88-89.

[xc] «Lección inaugural», op. cit., p. 123.

[xci] «La multiplicación de las escrituras es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que hace de la forma una conducta y provoca una ética de la escritura» p. 85.

[xcii] p. 88.

[xciii] p. 88.

[xciv] p. 89.

[xcv] «”Cambiar la lengua”, expresión mallarmeana, es concomitante con “Cambiar el mundo”, expresión marxista: existe una escucha política de Mallarmé, de los que le siguieron y aún le siguen», BARTHES, R., «Lección inaugural», op. cit., p. 129. Escucha política que, dicho sea de paso, le hacía a Mallarmé hablar de los anarquistas de su época como de “ángeles de pureza” (citado por VANEIGEM, R., Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Barcelona, Anagrama, 1988).

[xcvi] «La política no consiste en hablar forzosamente, puede ser también escuchar. Y nos falta tal vez una práctica de la escucha política×, BARTHES, R., «Para qué sirve un intelectual», op. cit., p. 277. Vid. igualmente, FABBRI, Paolo, “Era, ahora, Barthes”, Táctica de los signos, Barcelona, Gedisa, 1995, pp. 233-241.

[xcvii] Esa es la opinión de George Steiner en Presencias reales, Barcelona, Destino, 2007, p. 152.

[xcviii] «La utopía es la que realiza la conexión de la filosofía con su época (…) Cada vez, es con la utopía con la que la

filosofía se vuelve política, y lleva a su máximo extremo la crítica de su época. (…) Designa etimológicamente la desterritorialización absoluta, pero siempre en el punto crítico en el que ésta se conecta con el medio relativo, presente. (…) Lo que cuenta es distinguir entre las utopías autoritarias, o de trascendencia, y las utopías libertarias, revolucionarias, inmanentes», DELEUZE, G. y GUATTARI, F., ¿Qué es la filosofía?, op. cit., p. 101. Sustitúyase «filosofía» por «escritura», y tendremos la imagen exacta de lo que queremos decir.

 

(Las imágenes de la entrada pertenecen a los lápices y pinceles de Barron Storey, Alex Ross, George Pratt, David McKean y Jim Karla Schwarz)

 

(Versión PDF): Antonio Morales Toro. Imaginarios críticos. Roland Barthes y El grado cero de la escritura

 

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