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Intertexto y omnivorocidad narrativa en la simiente novelesca de “El asno de Oro”

Cuando leí a David Lodge, crítico, guionista y novelista inglés, y su libro El mundo es un pañuelo, comprendí que la concepción diacrónica lineal y progresiva desde la que la crítica estaba dirigiendo y concentrando todas sus interpretaciones literarias resultaba cuanto menos dudosa, borrosa y comprometida. Concretamente, me refiero al episodio novelesco y metacrítico-literario, recogido en el libro ya mencionado, en que un profesor se encuentra ante su clase en un aula. Cuando este interroga a uno de sus alumnos para interesarse sobre su proyecto de investigación, el alumno le responde que estaba tratando de trazar una conexión intertextual sustentada en la influencia que T.S. Eliot puede haber ejercido sobre la figura de William Shakespeare. La reacción inmediata del profesor y de todos sus compañeros, creyentes de haber detectado un claro anacoluto en la propuesta del alumno exponente, fue la risa y la burla: Shakespeare pertenece al siglo de finales del XVI, principios del XVII. Eliot, por su parte, se trata de un autor que vivió en el siglo XX. Por tanto, lo lógico sería pensar en el condicionamiento intelectual y literario que William Shakespeare produjo en el pensamiento de Eliot, y no al revés.

Esta descabellada idea fruto de la intervención del alumno, al menos de acuerdo con la configuración prosaica y mental del individuo materializada en la figura del profesor, cuya secuencialidad temporal se estructura tripartitamente en “pasado, presente y futuro”, queda más o menos justificada si se repara un poco en ella (y es aquí donde pretendo engarzar el título de este escrito con la obra de Apuleyo): toda interpretación literaria es una interpretación indudablemente mediatizada. Para un lector del siglo XXI, como lo soy yo, puede resultar más fácil y placentero, en términos de reconocimiento de la virtud aristotélica, seguir el recorrido hacia un libro clásico mediante sus afluentes posteriores, mediante aquellos autores que vendimiaron a sus predecesores, extrayendo así su vino, su propia cosecha literaria. Esto es, dentro del imaginario colectivo cultural, cualquier lector ha tenido, bien por planes de estudio que así lo han estipulado bien por las recomendaciones (más prescriptivas que descriptivas) que en prensa se elaboran, un acceso más transitable hacia autores que recogen la influencia de autoridades anteriores del mundo grecolatino, más que a estos en sí mismo. 

 

De esta forma, me ha resultado grato la capacidad francamente omnívora con la que, a medida que surcaba por el caudal marítimo de la lectura, he ido poco a poco redescubriendo y reencontrándome con textos que he sabido reconocer debido a mi experiencia con aquellas lecturas individuales posteriores.

Esto se debe, por un lado, al modo en que he ido tomando conciencia de cuáles fueron las fuentes primarias en las que se trató dichos temas y, por otro, la manera en que he ido percatándome de cómo los autores más allegados a mí, a mi tiempo, a mi lectura, fueron configurándolos y moldeándolos en sus respectivas obras. Por ejemplo: las escenas de adulterio con las que las mujeres se burlan de sus maridos tan reconocibles  del Decameron de Giovanni Bocaccio (manifestado en el amante que se esconde en el tonel para que el marido de su amada no lo encuentre o, por otro lado, aquel que espera a que el marido de su amada duerma para tocar a la puerta y así poder matrimoniarse con ella). También considero digno de mención, por añadir otro ejemplo más, la evidente huella que dejará Apuleyo en Shakespeare con la figura del fantasma: un mancebo, en el octavo libro, cuenta a los pastores allí reunidos y entre los que se encuentra el asno, la historia de la muerte de Lepómeno a manos de su fiel amigo Trésilo, quien amaba a la esposa de éste. En consecuencia, Lepómeno se le aparece en espíritu a Carites revelándole quien lo había matado, por qué y sus intenciones de que sea vengado (por amor a su esposa).

Estas intertextualidades retrocesivas, aquellas que yo como lector estoy elaborando desde las distintas veredas literarias posteriores y que culminan en el inicio del camino principal apuleyesco, también están presentes en episodios como los del capítulo tercero del décimo libro, en que el asno, muerto de hambre y embelesado por las delicias pasteleras de los dos hermanos que lo recogen, decide robarles a escondidas la comida propiciando un enfrentamiento fraterno de mutuo reproche hasta que, finalmente, tienden una trampa al asno descubriendo su crimen. Es decir, aparece un sujeto famélico que decide robarles a sus amos alimento hasta que es cazado por los mismos. Claramente, resulta difícil no identificar este episodio con otro muy célebre de la picaresca española: la escena del ciego y el lazarillo.

En el mismo libro, esta vez en el capítulo dos, la madrastra encaprichada de su ahijado es rechazado por el mismo causando un temor en ella que la conduce a organizar el asesinato por envenenamiento de su amado, con la intención de que su marido no se entere de lo sucedido. Sin embargo, es su otro hijo quien por error lo ingiere y aparentemente muere. La madrastra decide incriminar, con ayuda de su sirviente, a su ahijado simulando un testimonio mentiroso cargado de intentos de seducción, tentativas de asesinato, etc. No obstante, un sabio médico, quien hace las veces de abogado, logra demostrar ante todos su inocencia. Este caso de inculpar con ayuda de un criado a un hombre inocente como método para que el culpable salga indemne, y su posterior resolución en un juicio donde se demuestra justo lo contrario de manos de un único abogado defensor, conecta a la obra con el personaje de Atticus Finch y la obra de Harper lee, Matar a un ruiseñor. ¿Leyó este a Apuleyo? Probablemente no, al menos transitivamente, pero sí bebieron ambos de una tradición literaria compartida. Apuleyo anticipa, crea y construye una tradición documental compartida, una conexión neuronal, que acabará ingiriendo sus propuestas temáticas y narrativas.

Dentro de esa tradición que poco a poco se esculpe, Apuleyo ejercerá una grandísima influencia sobre todo en la literatura medieval europea. Tomo como ejemplo práctico el libro décimo de la obra donde se citan dos fundamentos básicos sobre los que se cimentará toda la edificación epistemológica medieval: en primer lugar, la enfermedad de amor. La importancia de este aspecto es tan sumamente relevante que los propios teóricos de lo sublime, como Longino, Burke o Kant, recurrirán a Safo y su manifestación explícita de este mal de amores, de esta experiencia inexplicablemente dichosa y dolorida, para desarrollar sus hipótesis (pienso, a modo de ejemplo, en la composición lírica sáfica de Oda a los celos). Un tema tan perenne en la condición ontológica del ser que prácticamente sigue de rabiosa actualidad (recuerdo a Rosalía y su Malamente).

 

El otro tema determinante que llegará a convertirse en una teoría epistemológica medieval sería la teoría del fantasma que bien recojo aquí: “la causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él y toda mi salud y remedio, tú solo eres; porque estos tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel entendimiento en mi corazón […]”. Resulta sorprendente cómo prácticamente la teoría se expone, paso a paso, manifiestamente en el relato. Si me atengo a uno de los textos imprescindibles de la literatura medieval, la Comedia de Dante, y me traslado al momento en que su protagonista va ascendiendo de pasaje en el Cielo, podré mostrar al lector de este escrito la forma en que el esqueleto de esta teoría se escenifica explícitamente. El amante mira a la amada, Beatrice, pero esta mantiene a su vez su mirada en una luz resplandeciente. Cuando esta por fin se digna a mirar al amado se produce una conexión que, propulsada por el deseo, transcenderá al conocimiento vislumbrando un entendimiento, una racionalidad.

El amor como deseo que penetra por los ojos y que enciende la batería del corazón, una batería que conecta directa al cerebro, es una concepción cuanto menos epistemológica y, sobre todo, platónica, presente en buena parte del amor cortés y de la literatura medieval. Ejemplo fragante de la importancia de la división entre alma y cuerpo que tan claramente se expone en la conciencia que mantiene Apuleyo de ser, a pesar de haber sido convertido en asno (Kafka también empleará este recurso).   

 

Finalmente, antes de adentrarme en la segunda parte que compete a este texto, tal y como bien da cuenta de ello el título de este escrito, quisiera hacer referencia a la presencia de todo tipo de relatos: fantasmagóricos, de brujerías, paródicos, amorosos, de capa y espada, jurídicos, teatrales, etc.  No obstante, interviene un componente tan importante que merece ser singularizado: el sexo. En este relato, irrumpe una fuerza imperiosa del ser humano, desprovista en otros relatos clásicos, y lo hace además con una escenografía sobrecogedora: zoofilia, incesto, adulterio… Prácticamente, la percepción sensorial que como lector he extraído de lo primero es sumamente inquietante.  Por un lado, cómico: un asno que piensa en cómo va a maniobrar con su gigantesco miembro para mantener relaciones sexuales con su amada; también resulta cuanto menos sorprendente debido a la lejanía hacia la que lleva la escenografía de dicha sexualidad; y, finalmente, desagradable y monstruoso. Todo esto me lleva a definirlo como sublime, dado que está contado con una calidad estilística tan lograda que invita a seguir leyéndolo pero, por otro, la potencialidad de la escena ilustrada de aquello que se cuenta obliga a no hacerlo, a obviarlo.

En cuanto a la omnivorocidad narratológica del texto, cabría señalar sobre todo tres cuestiones que desarrollaré seguidamente: la formulación narrativa de la parodia, la presencia de la metaliterariedad justificativa de los materiales constructivos empleados, y la verdadera metamorfosis que encierra el texto.

En cuanto a lo primero, la parodia apuleyesca comparte con la picaresca española y quijotesca los mismos parámetros infraestructurales y narrativos: en primer lugar, la ruptura con la lógica de la secuencialidad preconfigurada de la realidad. Es decir, dar una alternativa inesperada a lo que debería suceder correctamente con respecto a la normalidad situacional. Por ejemplo: cuando Apuleyo comete un acto heroico desvelando a su amo que su amada le está siendo infiel, lo que se espera, y más porque previamente el autor  introduce un caso similar en que así se obra, es que el marido mate al adúltero amante con quien su mujer le está engañando. No obstante, lejos de resultar una escena heroica, apuesto que debido a un intento de ridiculizar todo lo que hace el asno, el marido actúa comprensiblemente y tras unos azotes lo deja en libertad. O, en el episodio en que Apuleyo es acusado por asesinato tras batirse supuestamente con tres ladrones, es llevado a un teatro (en lugar del equivalente a un juzgado) y burlado por el público por haber matado a tres odres, no a tres ladrones. También sucede esto con su conversión en asno. Lo lógico y esperado hubiera sido verse sido convertido en ave pero, en lugar de ello, se ve transformado en asno.

 

En segundo lugar, la herramienta paródica, también presente en el Quiijote, a la que recurre Apuleyo es lo escatológico: la mención de fluidos corporales y pestilentes es muy recurrente a lo largo de la obra. Tomaré dos ejemplos para vislumbrar lo que digo: por un lado, el momento en que las dos hermanas brujas vierten su orín sobre el rostro de un personaje y, por otro lado, el recurso defensivo de la flatulencia que Apuleyo, como asno, emplea para zafarse de sus enemigos.

Finalmente, el tercer recurso paródico que comprende a toda esta tradición novelesca será la hiperbolización de la realidad acontecida y, sobre todo, la inclusión de la sexualidad. Extremar potencialmente un suceso, una acción, un personaje particular y desplazándolo hacia unas coordenadas sexuales, el relato se carga de un altísimo voltaje cómico. Además, cada vez que el libro registra un evento vinculado a lo sexual, este acaba gravitando en torno a lo burlesco (pienso en el fornicio producido entre el asno y la enamorada mujer). En lo relativo a la hiperbolización de la realidad, no puede ser ignorado el hecho de que la mirada que dirige Apuleyo no es la de un héroe altivo, sino la de un asno, lo que implica una visión más reducida, arraigada a la realidad más ínfima, que todo lo que toca, cuenta o pretende, acaba por convertirse en caótico, en parodia, en un chiste. Sin duda, Lucio Apuleyo se erige como el rey Midas de lo paródico.

Volviendo a la omnivorocidad de relatos compendiados en la obra apuleyesca, cabe destacar el segundo aspecto ya mencionado: la presencia de la metaliterariedad justificativa de los materiales constructivos empleados. Desde el establecimiento de pautas de lectura (en el décimo libro explicita una advertencia al lector diciéndole que el tono paródico que  hasta entonces mantenía la obra, se iba a ver alterado en pos de una profundidad temática más seria, que iba a elevar al propio relato cómico a la condición de tragedia);  pasando por el subrayo de sus cualidades de asno (repetidas son las ocasiones en las que justifica la figura del asno como elección enunciadora y narrativa: tiene conciencia de ser y pasa inadvertido por su condición animal, las orejas le permiten oír más de lo normal, su miembro natural se ve potencialmente alargado, etc.); hasta alcanzar una relación de equivalencia con lo heroico (en el noveno libro, capítulo tercero, comienza a vislumbrar que quizá el error que cometió Andria pudo haber sido beneficioso para él, debido a la cantidad de historias y descubrimientos intelectuales que en su particular odisea fue ingiriendo. Tanto es así que pasa a considerar su propia experiencia vital equiparable a la de Ulises-elegido este probablemente sobre los demás por su capacidad de supervivencia y su habilidad para la manipulación a través de la mentira).

Apuleyo también aúna otra serie de motivaciones formales que refuerzan la metaliterariedad del relato, entre la que cabe destacar lo concerniente a su gestualidad corporal. Apuleyo, anticipándose a la curiosidad del lector, incluye en su obra un argumento que justifica por qué no intentaba velar por la comunicabilidad corporal con sus amos. El motivo es enunciado por el propio Apuleyo, quien defiende que si algún amo veía que el asno gesticulaba sin habérselo enseñado, y por tanto imitado, podría ser tachado de mal augurio o de estar poseído y habría sido asesinado.

La memoria y la experiencia biográfica se exponen como combustible del relato. No obstante, la crítica ha logrado esclarecer que Apuleyo se inspiró en  la vida y obra de Lucio Luciano de Patras, cuya referencia sirvió para construir el esqueleto narrativo de la novela. ¿Cuál es la aportación de Apuleyo? Por un lado, alargar la extensión del relato (de dos a once libros, cobrando fundamental importancia el último) mediante la inclusión de fábulas tan célebres como la del incesto o la de Psyche (alma) y Cupido (amor), donde de forma estéticamente vislumbrante Apuleyo viene a explicar cómo el Placer es el resultado de la búsqueda emprendida por el alma que persigue y anhela reencontrarse con el amor, no sin antes completar una serie de pruebas entre la que destaca su descenso a los infiernos. Por otro lado, el  colofón de la obra es claramente inventivo y propagandístico, ya que incluye y canaliza todo el entramado de la obra para desembocarlo en la salvación de la diosa Luna, y la benevolencia de Isis.

Esto último me permite engarzar con el último aspecto de la omnivorocidad que quiero destacar: la verdadera metamorfosis encerrada en el texto. En mi opinión, quizá como lector del siglo XXI, la autenticidad transfigurativa de Apuleyo no radica tanto en su conversión en asno como en la transformación espiritual propiciada por la religión. Es decir, mientras que Apuleyo encarna a un ser humano, se muestra ante el lector como un personaje envalentonado, pretencioso y embebidamente curioso. Actitudes, todas ellas, que en mayor o en menor medida permanecen inalterables durante su conversión en asno. ¿Por qué? Porque su alma no ha cambiado, solo su cuerpo. Será a medida que se embarque en la travesía de la cruel y envilecida realidad cuando poco a poco vaya escarmentando y redescubriendo su propia identidad.

Dicho redescubrimiento, y este me parece uno de los mensajes más trascendentales de la obra, no se completará hasta que, como ocurre causalmente con el personaje de Dante, conozca la verdadera revelación de la mano de la religión. Por tanto, el papel que desempeña la religión, a pesar de que el número de intervenciones explícitas es nimio en la obra, resulta imprescindible, puesto que es la que puede redimir al ser, al superviviente, de su particular búsqueda de sí mismo. La religión, en definitiva, acaba siendo tratada como salvación de la monstruosa realidad que acontece y sacude al individuo, la metamorfosis del ser, del espíritu, del alma. Y, sobre todo, acaba por configurarse como el único camino viable, más allá de lo físico, que conduce al conocimiento de uno mismo. Llegados a cierto punto, el recorrido de nuestra identidad solo puede ser realizado mediante la encomendación del alma del individuo a la auténtica religión.

(Las imágenes del artículo pertenecen a la pluma de Milo Manara) 

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