Hoy, cuando subo al Centro, y contemplo sus aulas y sus pasillos vacíos, no puedo sino recordar el bullicio y el caos que emanaban de un centro masificado, lleno de alumnos y alumnas, profesores y profesoras, yendo de un lado para otro, ocupados en mil y un menesteres.
Para ese espacio pletórico, vivo, ruidoso, se diseñó el proyecto Las Palabras de la Tribu. Se trataba, de alguna manera, de un intento de reapropiación del espacio escolar, de sus pasillos y paredes, para una finalidad docente.
De todos es sabido que el diseño de la arquitectura escolar no responde, ni ha respondido nunca, a propósitos educativos. En los modelos actuales, lo que importa es dar una salida, lo más económica posible, a las necesidades de acogida –algunos dirían encierro- de un sector de la población para quien la educación es un derecho “obligatorio”. Priman conceptos como ratio, unidades, tránsitos, metros cuadrados por alumno, orden público, requisitos de seguridad y autoprotección. Conceptos que aluden a la imagen de una población administrada y administrable, según unos recursos, normalmente escasos, dados de antemano. Como los hospitales, los manicomios, las cárceles -Foucault dixit-, los centros escolares se configuran como territorios cercados que gestionan y disciplinan flujos poblacionales diversos y pasivos: rebaños humanos.
Y no es casual que las únicas modificaciones, de carácter educativo, que esta arquitectura ha experimentado en los últimos años, has sido las derivadas de la incorporación de las TIC a los procesos de enseñanza. Y ello, no sin grandes dificultades.
En ese sentido, el proyecto Las Palabras de la Tribu partía de un horizonte utópico: un sustrato imaginario, que siempre ha insistido en esa parte del profesorado que ha soñado y sueña con una organización espacial del entorno escolar que respondiera a necesidades educativas específicas, a los desafíos que nacen de la práctica docente.
Planteamiento utópico, sin duda. Pero que nos animó a poner en marcha la idea de “reapropiarnos” de una parte de la arquitectura escolar –los pasillos, algún aula- para impregnarlos de fragmentos de un “relato maestro”: el que nutre y ha nutrido ese océano atormentado, plural, milenario, amenazante, contradictorio, imprescindible al que llamamos “cultura occidental”. Las Palabras de la Tribu, pues, son los relatos de esta “tribu occidental”, la nuestra, que se han expresado a través de una pléyade de discursos muy diferentes entre sí –filosóficos, literarios, científicos, religiosos, artísticos…- pero que desde la antigüedad clásica han poseído la virtud de conformar el inconsciente colectivo que nos habita y desde el que hablamos –o “nos habla” que diría Heidegger.
Nos dedicamos, pues, -y tengo que recordar aquí a Emilio Quijano, Encarnación Almécija, Jorge Álvarez, Emilio Canales, Luis Montilla, Piedad Jerónimo, Juan José Castro- a disponer sobre las paredes de nuestro centro fragmentos más o menos extensos de esos textos, de esos relatos fundacionales. De esas expresiones de nuestro imaginario colectivo. Y quisimos hacerlo desde el respeto a esas palabras y a ese imaginario. Por eso optamos por fragmentos que no fuesen demasiado conocidos o asimilados por la “cultura popular”. Fragmentos amplios, que demandasen una lectura pausada. Sí: una lectura pausada en medio del bullicio y el ruido de unos pasillos gregarios, y dirigidos una población acostumbrada ya a la fugacidad y ligereza de unos textos diseñados por y para un consumo digital y apresurado.
En unos tiempos en los que la cultura se adquiere a través de power points o Facebook, nos pareció revolucionario reivindicar la lectura lenta de textos exigentes. Y que esas palabras, mudas e insolentes, contemplaran nuestra comunidad educativa desde la lisura de sus muros.
De este modo, paulatinamente, y gracias a la creatividad de Yolanda Rodríguez, directora creativa de Púlsar, nuestras paredes se han ido llenado con páginas escritas por Arquímedes, Einstein, Hipócrates, Leonardo, Celan, Dvorak, Ibn Hazam, Ángel González, Catulo, Engels, Bruno y tantos otros que hoy, en la soledad de los pasillos vacíos, susurran sus mensajes a los habitantes invisibles que moran en nuestro Centro deshabitado.
Esta iniciativa tuvo su continuación en otra tentativa de apropiación del espacio escolar para fines no administrables, no rentables, no económicos: la creación de un aula específica: el Aula del Imaginario.
Ese es el nombre que le hemos dado a nuestra Sala de Usos Múltiples (S.U.M.). Pero, más allá de un mero cambio de denominación, el propio diseño de este Aula ha procurado poner de manifiesto la profunda unidad existente en nuestro imaginario occidental entre los discursos científicos y humanísticos. Por ello, este Aula se ha llenado de aforismos, género mestizo donde los haya. Y esos aforismos se han escogido de entre los escritos por Jorge Wagensberg. Porque Wagensberg, además de ser uno de los intelectuales españoles más brillantes de las últimas décadas, aúna en su producción el conocimiento científico, la intuición filosófica y el rigor literario. Un ejemplo, en suma, de ese imaginario germinal en el que continuamos habitando. A él está dedicada el Aula.
Somos conscientes de la naturaleza “difícil” o “extraña” de los fragmentos que hemos editado, negro sobre blanco-pared; de lo intempestivo de la apuesta por convertir nuestro centro en una “breviario” del imaginario occidental. Pero nos anima la esperanza de que quizás, solo quizás, en los recuerdos futuros de ese alumnado nuestro que un día será adulto, se conserven unas líneas, unos versos, unas imágenes hechas de letras, escritas en su día por esos gigantes que narraron y, a su manera, produjeron la historia de este mundo ruinoso, brillante, terrible e impredecible que hoy nos rodea. Aunque, en este momento, ese breviario solo sea leído y admirado por los fantasmas que recorren las calles vacías de nuestro Instituto.
APÉNDICE. FRAGMENTOS DE UN IMAGINARIO CULTURAL
Ángel González, “Canción de invierno y de verano”, Tratado de urbanismo (1967 d C.)
Cuando es invierno en el mar del Norte
es verano en Valparaíso.
Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el
puerto de Bremen con jirones de niebla y de hielo en sus cabos,
mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico Sur bellas
bañistas.
Eso sucede en el mismo tiempo,
pero jamás en el mismo día.
Porque cuando es de día en el mar del Norte
—brumas y sombras absorbiendo restos
de sucia luz—
es de noche en Valparaíso
-rutilantes estrellas lanzando agudos dardos
a las olas dormidas.
Cómo dudar que nos quisimos,
que me seguía tu pensamiento
y mi voz te buscaba -detrás,
muy cerca, iba mi boca.
Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto:
primaveras, veranos, soles, lunas.
Pero jamás en el mismo día.
Albert Einstein, Sobre la teoría de la relatividad especial y general
(1916 d C.)
Ahora estamos en condiciones de sustituir la formulación provisional del principio de la relatividad general por otra que es exacta. La versión provisional —«Todos los cuerpos de referencia K, K’, etc., son equivalentes para la descripción de la naturaleza (formulación de las leyes generales de la naturaleza), sea cual fuere su estado de movimiento»— es insostenible, porque en general no es posible utilizar cuerpos de referencia rígidos en la descripción espacio-temporal en el sentido del método seguido en la teoría de la relatividad especial. En lugar del cuerpo de referencia tiene que aparecer el sistema de coordenadas gaussianas. La idea fundamental del principio de la relatividad general responde al enunciado: «Todos los sistemas de coordenadas gaussianas son esencialmente equivalentes para la formulación de las leyes generales de la naturaleza».
Este principio de la relatividad general cabe enunciarlo en otra forma que permite reconocerlo aún más claramente como una extensión natural del principio de la relatividad especial. Según la teoría de la relatividad especial, al sustituir las variables espacio-temporales x, y, z, t de un cuerpo de referencia K (de Galileo) por las variables espacio-temporales x’, y’, z’, t’ de un nuevo cuerpo de referencia K’ utilizando la transformación de Lorentz, las ecuaciones que expresan las leyes generales de la naturaleza se convierten en otras de la misma forma. Por el contrario, según la teoría de la relatividad general, las ecuaciones tienen que transformarse en otras de la misma forma al hacer cualesquiera sustituciones de las variables gaussianas x1, x2, x3, x4; pues toda sustitución (y no sólo la de la transformación de Lorentz) corresponde al paso de un sistema de coordenadas gaussianas a otro.
Si no se quiere renunciar a la habitual representación tridimensional, podemos caracterizar como sigue la evolución que vemos experimentar a la idea fundamental de la teoría de la relatividad general: la teoría de la relatividad especial se refiere a regiones de Galileo, es decir, aquellas en las que no existe ningún campo gravitatorio.
Como cuerpo de referencia actúa aquí un cuerpo de referencia de Galileo, es decir, un cuerpo rígido cuyo estado de movimiento es tal que respecto a él es válido el principio de Galileo del movimiento rectilíneo y uniforme de puntos materiales «aislados».
Ciertas consideraciones sugieren referir esas mismas regiones de Galileo a cuerpos de referencia no galileanos también. Respecto a éstos existe entonces un campo gravitatorio de tipo especial.
Sin embargo, en los campos gravitatorios no existen cuerpos rígidos con propiedades euclidianas; la ficción del cuerpo de referencia rígido fracasa, pues, en la teoría de la relatividad general. Y los campos gravitatorios también influyen en la marcha de los relojes, hasta el punto de que una definición física del tiempo con la ayuda directa de relojes no posee ni mucho menos el grado de evidencia que tiene en la teoría de la relatividad especial.
Por esa razón se utilizan cuerpos de referencia no rígidos que, vistos como un todo, no sólo tienen un movimiento arbitrario, sino que durante su movimiento sufren alteraciones arbitrarias en su forma. Para la definición del tiempo sirven relojes cuya marcha obedezca a una ley arbitraria y todo lo irregular que se quiera; cada uno de estos relojes hay que imaginárselo fijo en un punto del cuerpo de referencia no rígido, y cumplen una sola condición: la de que los datos simultáneamente perceptibles en relojes espacialmente vecinos difieran infinitamente poco entre sí. Este cuerpo de referencia no rígido, que no sin razón cabría llamarlo «molusco de referencia», equivale en esencia a un sistema de coordenadas gaussianas, cuadridimensional y arbitrario. Lo que le confiere al «molusco» un cierto atractivo frente al sistema de coordenadas gaussianas es la conservación formal (en realidad injustificada) de la peculiar existencia de las coordenadas espaciales frente a la coordenada temporal. Todo punto del molusco es tratado como un punto espacial; todo punto material que esté en reposo respecto a él será tratado como en reposo, a secas, mientras se utilice el molusco como cuerpo de referencia. El principio de la relatividad general exige que todos estos moluscos se puedan emplear, con igual derecho y éxito parejo, como cuerpos de referencia en la formulación de las leyes generales de la naturaleza; estas leyes deben ser totalmente independientes de la elección del molusco. En la profunda restricción que se impone con ello a las leyes de la naturaleza reside la sagacidad que le es inherente al principio de la relatividad general.
Giordano Bruno, La cena de las cenizas (1584 d C.)
Pues bien, esta distribución de los cuerpos por la región etérea era ya conocida por Heráclito, Demócrito, Epicuro, Pitágoras, Parménides, Meliso, como resulta manifiesto por los restos que nos han llegado de ellos, en los cuales puede verse que conocían un espacio infinito, una región infinita, una materia infinita, una infinita capacidad de mundos innumerables semejantes al nuestro, todos los cuales efectúan sus movimientos circulares al igual que la Tierra el suyo y por eso se llamaban antiguamente ethera, es decir, corredores, correos, embajadores, nuncios de la magnificencia del único altísimo, contempladores con musical armonía del orden de la constitución de la naturaleza, espejo vivo de la infinita deidad. Estos corredores tienen un principio interior de movimiento: su propia naturaleza, su propia alma, su propia inteligencia, ya que el aire líquido y sutil no basta para mover máquinas tan densas y tan grandes, puesto que para ello necesitaría una fuerza impulsiva o de arrastre y otras semejantes que no se producen sin contacto de dos cuerpos por lo menos, uno de los cuales empuja con su extremidad y el otro es empujado. Y ciertamente todas las cosas movidas de esta manera reconocen que el principio de su movimiento es contrario o exterior a su propia naturaleza, quiero decir que es violento o cuanto menos no natural. Conviene, por tanto, a la comodidad de las cosas existentes y al efecto de la perfectísima causa que este movimiento sea natural, causado por un principio interior y por el propio impulso, sin resistencia; y esto conviene a todos los cuerpos que se mueven sin contacto sensible alguno con otro cuerpo que los impulse o los atraiga. Por eso lo entienden al revés quienes afirman que el imán atrae al hierro, el ámbar a la paja, la cal a la pluma, el Sol al heliotropo. Lo que ocurre es que en el hierro hay una especie de sentido que se ve despertado por una virtud espiritual que se difunde desde el imán y por la cual se mueve hacia él, la paja hacia el ámbar y en general todas las cosas que sienten deseo y necesidad se mueven hacia el objeto deseado y se dirigen hacia él en la medida en que les es posible, comenzando por el deseo de estar en el mismo lugar.
Erasmo de Rottedam, Elogio de la locura (1511 d C.)
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas como a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las cosas, de suerte que quien era mujer antes resultase hombre; el que era joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace salir de las tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel a quien todos toman por rey y señor ni siquiera es hombre, porque se deja llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo despreciable, ya que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro que llora la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la vida para aquél, ya que esta vida no es sino una especie de muerte; que llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo, porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decidme: ¿qué conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más imprudente que la prudencia descaminada, y descaminado anda quien no se acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la corriente y no recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo, en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida.
Leonardo da Vinci, Bestiario (c.1500 d C.)
El gran elefante posee por naturaleza lo que rara vez se encuentra en los hombres: probidad, prudencia, equidad y observancia religiosa. Al renovarse la Luna, va a purificarse en los ríos, lavándose solemnemente y, después de saludar el planeta, vuelve a las selvas. Cuando se enferma, se echa con el lomo sobre el suelo y arroja hierbas hacia el cielo como si quisiera hacer un sacrificio. Entierra sus colmillos cuando se le caen de vejez. De sus dos dientes, emplea uno para excavar las raíces de que se alimenta; el otro, que conserva puntiagudo, le sirve para combatir. Cuando es vencido por los cazadores y el cansancio le abate, rompe sus dientes, se los arranca, y con ellos se rescata. Es clemente y sabe prever los peligros. Si encuentra a un hombre solo y extraviado, lo reconduce al camino que ha perdido. Si descubre las huellas de un hombre antes de verlo, temiendo una emboscada, se detiene, resopla, las muestra a otros elefantes, y todos en fila se ponen en marcha con prudencia. Van siempre en tropas, con el más viejo a la cabeza y el que lo sigue en edad detrás de todos. Son púdicos, se ocultan en la sombra de la noche para acoplarse, y no retornan a sus tropas sino después de haberse lavado en el río. No pelean nunca con las hembras, como otros animales. Son tan compasivos por naturaleza, que evitan hacer daño a los menos fuertes, y si tropiezan con una manada de ovejas, las desvían con la trompa, por miedo a pisotearlas: y no hacen mal, si no son provocados. Si uno cae en una zanja, los otros aportan ramas, tierra y piedras para rellenarla; y elevando el fondo, salvan a su compañero. Les asusta el gruñir de los puercos, que los hace ir reculando, con lo que no hacen menos daño a sus compañeros que a los enemigos. Sienten gran placer vagabundeando en la proximidad de los ríos, pero su enorme peso les impide pasarlos a nado. Engullen piedras, y los troncos de los árboles son su alimento favorito. Detestan las ratas. Las moscas, atraídas por su olor, se les posan encima, pero ellos las matan, apretándolas entre los pliegues de su piel. Cuando atraviesan un río, mandan primero a los más jóvenes aguas abajo y, colocándose aguas arriba, rompen el curso unido del agua y evitan así que su corriente arrastre a aquéllos.
La pantera africana es como una leona, pero las patas son más altas, y el cuerpo más sutil. Es toda blanca y está salpicada de manchas negras que parecen rosetas. Su hermosura deleita a los animales, que siempre le andarían alrededor, si no fuera por su terrible mirada. La Pantera, que no ignora esta circunstancia, baja los ojos; los animales se le aproximan para gozar de tanta belleza y ella atrapa al que está más cerca y lo devora.
Hipócrates, Sobre el médico (c. S. IV a C.)
La prestancia del médico reside en que tenga buen color y sea robusto en su apariencia, de acuerdo con su complexión natural. Pues la mayoría de la gente opina que quienes no tienen su cuerpo en buenas condiciones no se cuidan bien de los ajenos. En segundo lugar, que presente un aspecto aseado, con un atuendo respetable, y perfumado con ungüentos de buen aroma, que no ofrezcan un olor sospechoso en ningún sentido. Porque todo esto resulta ser agradable a los pacientes.
En cuanto a su espíritu, el inteligente debe observar estos consejos: no sólo el ser callado, sino, además, muy ordenado en su vivir, pues eso tiene magníficos efectos en su reputación, y que su carácter sea el de una persona de bien, mostrándose serio y afectuoso con todos. Pues el ser precipitado y efusivo suscita menosprecio, aunque pueda ser muy útil.
Que haga su examen con cierto aire de superioridad. Pues esto, cuando se presenta en raras ocasiones ante unas mismas personas, es apreciado. En cuanto a su porte, muéstrese preocupado en su rostro, pero sin amargura. Porque, de lo contrario, parecerá soberbio e inhumano; y el que es propenso a la risa y demasiado alegre es considerado grosero. Y esto debe evitarse al máximo. Sea justo en cualquier trato, ya que la justicia le será de gran ayuda. Pues las relaciones entre el médico y sus pacientes no son algo de poca monta. Puesto que ellos mismos se ponen en las m anos de los médicos, y a cualquier hora frecuentan a mujeres, muchachas jóvenes, y pasan junto a objetos de muchísimo valor. Por lo tanto, han de conservar su control ante todo eso. Así debe, pues, estar dispuesto el médico en alma y cuerpo.
Eulàlia Lledó, De lengua, diferencia y contexto (2009 d C.)
El androcentrismo es sobre todo una perspectiva. Consiste fundamentalmente en una determinada y parcial visión del mundo que considera que lo que han hecho los hombres es lo que ha realizado la humanidad o, al revés, que todo lo que ha logrado la especie humana lo han realizado sólo hombres, consiste también, por tanto, en la apropiación de los logros femeninos por parte de los hombres. Es pensar que lo que es bueno para los hombres es bueno para la humanidad, es creer que las experiencias masculinas incluyen y son la medida de las experiencias humanas; de una manera u otra, valorar sólo lo que es masculino. Es considerar que los hombres son el centro del mundo y el patrón para medir a cualquier persona. El androcentrismo, es decir, pensar sólo en los hombres cuando se habla, cuando se escribe, tiene indudables repercusiones en los usos de la lengua. Así, el androcentrismo, en mayor medida que el sexismo definido más abajo, es la causa y el origen de unos determinados usos de la lengua que tienden a excluir o a invisibilizar a las mujeres en ella. Frases tan simples como «Los profesores dan clase» o «Los abogados defienden causas ante los tribunales» tienden a invisibilizar y a quitar protagonismo a las respectivas profesionales cuando sabemos que tienen un papel protagonista en el primer oficio (la educación está en gran parte en todos los niveles en manos femeninas), y un papel considerable en el segundo.
Jámblico, Vida pitagórica (c. 300 d C.)
Considerando que el cuidado que se ejerce sobre los hombres se inicia a través de la percepción sensible (si se contemplan esquemas y bellas apariencias, y se pueden escuchar bellos ritmos y melodías), Pitágoras estableció como primordial la educación artística recibida a través de ciertas melodías y ritmos, y a partir de éstos se producían las curaciones de las actitudes y pasiones humanas, y se restituían las armonías originales de las potencias del alma. El control y curación de las enfermedades, tanto de las que afectan al cuerpo como de las que afectan al alma, fueron también concepciones suyas. Y, por Zeus, lo que, por encima de todo, es especialmente notable: prescribió y estableció para sus discípulos las llamadas adaptaciones y terapias, ideando de manera divina combinaciones de ciertos sones diatónicos, cromáticos y armónicos, por medio de los cuales fácilmente orientaba y reconducía a una situación contrapuesta las pasiones del alma, que recientemente habían aparecido y desarrollado entre ellos de un modo inconsciente, a saber, aflicciones, arrebatos de cólera, compasiones, envidias extrañas, temores, deseos de todo tipo, ambiciones, apetitos, orgullos, debilidades y violencias. Por medio de melodías apropiadas enderezaba hacia la virtud cada una de estas afecciones, como si se tratara de una combinación de remedios salvadores.
Y cuando al anochecer sus discípulos se encaminaban a dormir, los apartaba de los ajetreos y alborotos diarios, purificaba su mente del desorden en que estaba envuelta y les proporcionaba sueños apacibles, tranquilos e incluso proféticos. A su vez, al levantarse del lecho, los liberaba del sueño pesado, de la modorra y de la pereza por medio de algunos modos específicos de cantos y melodías interpretados con una ejecución simple, valiéndose de la lira y de la voz. Ya no adaptaba o se proporcionaba para sí mismo tal solución de la misma manera, por medio de instrumentos o incluso de la voz, sino que, valiéndose de un carisma divino indecible e impensable, aplicaba sus oídos y ajustaba su mente a las sublimes sinfonías del universo, escuchando él solo y comprendiendo, según se manifestaba, la universal armonía y consonancia de las esferas y de los astros que se mueven entre ellas; armonía que produce una especie de melodía mucho más profusa y abundante que las humanas, a causa del movimiento y de su órbita, muy rítmica y, a la vez, de una perfección muy bella y variopinta, porque se compone de sones disímiles y diferenciados por su gran variedad, velocidad, tamaño y posición, situados entre sí en una proporción muy armoniosa.
Como rociado por esta melodía y bien ordenado mentalmente y, por así decir, ejercitado físicamente, ideó ofrecer a sus discípulos algunas imágenes de estos temas, en la medida de lo posible, imitándolas con ayuda de instrumentos y, simplemente, de la voz. Pues creía que era el único en sí, entre todos los seres de la tierra, que podía comprender y escuchar los sonidos cósmicos, y por su misma fuente y raíz natural, se consideraba a sí mismo digno de aprender, investigar e igualarse, por su aspiración y facultad mimética, a los seres celestiales, como si afortunadamente él solo hubiera sido dotado para ello por la divinidad que lo engendró. Y sostenía que los demás hombres, a la vista de su persona y de los beneficios que de él habían recibido, debían de estar satisfechos por su ayuda y enmendarles por medio de imágenes y consejos, al no poder ellos apropiarse realmente de los modelos primarios y genuinos.
Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884 d C.)
No es mejor el estado de cosas en cuanto a igualdad jurídica del hombre y de la mujer en el matrimonio. Su desigualdad legal, que hemos heredado de condiciones sociales anteriores, no es causa, sino efecto, de la opresión económica de la mujer. En el antiguo hogar comunista, que comprendía numerosas parejas conyugales con sus hijos, la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era también una industria socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar los víveres, cuidado que se confió a los hombres. Las cosas cambiaron con la familia patriarcal y aún más con la familia individual monogámica. El gobierno del hogar perdió su carácter social. El gobierno del hogar se transformó en servicio privado; la mujer se convirtió en la criada principal, sin tomar ya parte en la producción social. Sólo la gran industria de nuestros días le ha abierto de nuevo —aunque sólo a la proletaria— el camino de la producción social. Pero esto se ha hecho de tal suerte, que si la mujer cumple con sus deberes en el servicio privado de la familia, queda excluida del trabajo social y no puede ganar nada; y si quiere tomar parte en la gran industria social y ganar por su cuenta, le es imposible cumplir con los deberes de la familia. La familia individual moderna se funda en la esclavitud doméstica franca o más o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna es una masa cuyas moléculas son las familias individuales. El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario. El carácter particular del predominio del hombre sobre la mujer en la familia moderna, así como la necesidad y la manera de establecer una igualdad social efectiva de ambos, no se manifestarán con toda nitidez sino cuando el hombre y la mujer tengan, según la ley, derechos absolutamente iguales.
Arquímedes, Problema de los bueyes (c. 250 a C.)
Tras dedicarle tus desvelos, si participas de la sabiduría, haz la cuenta, extranjero, de la cantidad de los bueyes del Sol que pacían en las llanuras de la siciliana isla Trinacia repartidos en cuatro hatos diferentes en pelaje: uno blanco como la leche, reluciente otro de color negro; otro, rubio y otro, a manchas.
En cada hato había pesados toros cuyo número guardaba la siguiente conmensurabilidad: ten presente, extranjero, que los blancos eran iguales a la mitad más la tercera parte de los toros negros más todos los rubios; y que los negros iguales a la cuarta parte más la quinta parte de los de color mezclado, más todos los rubios. Mira con atención que los de color variado restantes eran iguales a la sexta parte más la séptima de los blancuzcos más los rubios todos.
Para las bovinas hembras éste era el caso: las de blanco pelaje eran exactamente iguales a la tercera parte más la cuarta parte del rebaño negro entero; y las negras, a su vez, se igualaban a la cuarta parte más la quinta parte de las de color mezcIado cuando venían todas al pasto juntamente con los toros. Las de manchas eran de igual número, dividido en cuatro partes, a la quinta parte más la sexta del rebaño de rubios. Las rubias se contaban iguales a la mitad de la tercera parte más la séptima parte del rebaño blanco.
Y tú, extranjero, si llegaras a decir exactamente cuántas eran las reses del Sol -por su lado el número de los fuertes toros, por su lado las hembras cuantas había en cada grupo según su color-, no serías llamado ignorante ni inexperto en números.
Pero tampoco, desde luego, te contarían en el número de los sabios. Así que venga, indica todas estas condiciones de los bueyes del Sol: pues si los toros de pelaje blanco mezclaban su número con los negros, se mantenían continuamente de la misma medida en profundidad y anchura, y por todas partes los extensos campos llenaban de la superficie de Trinacia. A su vez, si reunidos en un solo grupo los rubios y pintos estaban caprichosamente empezando por uno, completaban como figura un triángulo sin que hubiera que añadir y sin que sobraran toros de otros colores.
Y una vez que hayas descubierto esto y lo hayas reunido en pensamientos y hayas dado, extranjero, las medidas todas de la multitud, vete jactándote de ser portador de la victoria y sé plenamente tenido por fecundo en esta sabiduría.
Ibn Hazm, El collar de la paloma (1022 d C.)
Entre las cosas que son de desear en amor, es una que Dios Honrado y Poderoso conceda al hombre un buen amigo, de amables palabras y grande ánimo, que sepa cómo tomar las cosas y cómo salir de ellas, de claro entendimiento y lengua aguda, reposado y muy entendido, poco dado a llevar la contraria y mucho a ayudar, colmado de paciencia, indulgente con las importunidades, aunado con su amigo, buen cumplidor de los juramentos de la amistad, razonable en amoldarse a las cosas, de natural loable, incapaz de injusticia, presto a la asistencia, aborrecedor de todo desabrimiento, fácil de abordar, desprovisto de perversidad, de ideas sutiles, sabedor de las debilidades humanas, de buenas costumbres, de ilustre cuna, guardador del secreto, muy piadoso, de veras leal, libre de traición, de alma generosa, de fina sensibilidad, de intuición certera, de auxilio garantizado, de honor perfecto, de lealtad notoria, de moderación evidente, de temperamento constante, pródigo en dar consejos, de afecto acreditado, fácil de convencer, de rectas creencias, de lenguaje sincero, de espíritu vivo, de natural casto, de brazos abiertos y holgado pecho, revestido de tolerancia, amigo de los puros afectos e incapaz de desvío. Un amigo así consolará al enamorado en sus congojas, le hará compañía en el retiro de su desgracia y se asociará a él en sus intimidades. En él ha de topar el amante el mayor de los descansos. Pero ¿dónde hallarlo? Si consigues echarle las manos encima, apriétalas sobre él como se enrosca una sierpe, retenlo con ellas como el avaro su dinero, y consérvalo aun a costa de toda tu hacienda, pues con él se hace perfecta la alegría, se ahuyentan las tristezas, se acorta el tiempo, mejoran las circunstancias y nadie dejará de obtener de quien reúna estas condiciones una excelente ayuda y una avisada opinión.
August Kekulé (1865)
Una tarde hermosa de primavera regresaba con el último ómnibus, como siempre “afuera”, por las calles desiertas de la metrópoli, las que a otras horas están tan llenas de vida. Me distraje y ¡mirad! Los átomos brincaban ante mis ojos… Veía ahora, frecuentemente, dos átomos más pequeños unidos, formando un par; veía cómo uno más grande aceptaba dos más pequeños; cómo uno aún mayor sujetaba a tres o aun a cuatro de los más pequeños, mientras el conjunto continuaba arremolinándose en una danza vertiginosa, Vi los más grandes formando una cadena. Ocupé parte de la noche vertiendo al papel al menos esbozos de estas formas soñadas.
Estaba sentado, escribiendo mi libro, pero el trabajo no progresaba; mis pensamientos estaban lejos. Moví mi silla hacia el fuego y dormité. Los átomos nuevamente brincaban ante mis ojos. Esta vez, los grupos más pequeños se mantenían modestamente al fondo. Mi ojo mental, agudizado por repetidas visiones similares, ahora podría distinguir estructuras mayores de muchas conformaciones: largas filas, a veces muy apretadas, todas ellas girando y retorciéndose como serpientes. ¡Pero vean! ¿Qué fue eso? Una de las serpientes había logrado asir su propia cola y la figura danzaba burlonamente ante mis ojos. Desperté como por el destello de un relámpago; … Pasé el resto de la noche desarrollando las consecuencias de la hipótesis. Señores, aprendamos a soñar y entonces, quizá, aprenderemos la verdad.
Paul Celan, “Fuga de la muerte”, Amapola y memoria (1952 d C.)
Negra leche del alba la bebemos de tarde
la bebemos a mediodía de mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus mastines
silba a sus judíos hace cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad a danzar
Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana a mediodía te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
Tu pelo de ceniza Sulamit cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho
Grita hincad los unos más hondo en la tierra los otros cantad y tocad
agarra el hierro del cinto lo blande son sus ojos azules
hincad los unos más hondo las palas los otros seguid tocando a danzar
Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía da mañana te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamit juega con las serpientes
Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán
grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire
así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho
Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán
te bebemos en la tarde y mañana bebemos y bebemos
la muerte es un Maestro Alemán sus ojo es azul
él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán
tus pelo de oro Margarete
tus pelo de ceniza Sulamit
Catulo, Carmina LXXVI (c. 60 a. C.)
Si los hombres experimentan placer al recordar la antigua obra bien hecha, cuando consideran que son honrados, que han respetado la sagrada fidelidad, que en ningún pacto han invocado en vano el poder de los dioses para engañar a los hombres, muchas satisfacciones te aguardan a lo largo de tu vida, Catulo, a causa de este amor tuyo no correspondido, pues todo el bien que los hombres puedan hacer o decir a sus semejantes, tú lo has dicho y hecho. Todo ello ha muerto confiado a un corazón ingrato. ¿Por qué, pues, atormentarte ya más? ¿Por qué no sacas coraje y te apartas de ella y aun con los dioses en contra, dejas de ser un desdichado? Es difícil renunciar de pronto a un prolongado amor; es difícil, pero hazlo de cualquier forma. Ésta es tu única esperanza de salvación: tú debes conseguir esta victoria; hazlo como si puedes como si no. ¡Oh, dioses, si es propio de vosotros la compasión o si llevasteis último socorro, contemplad mi desdicha y, si he vivido sin culpa, libradme de esta enfermedad y de esta perdición, que, como una parálisis deslizándose hasta el fondo de mi cuerpo, ha arrancado completamente la alegría de mi pecho! Yo ya no pretendo que ella corresponda a mi amor o, lo que resulta imposible, que consienta en ser pudorosa. Yo sólo aspiro a curarme y a quitarme esta cruel enfermedad. ¡Oh, dioses, concedédmelo a cambio de mi piedad!
Michel de Montaigne, “De la amistad.” Ensayos (1580 d.C.)
En la amistad de que yo hablo, las almas se enlazan y confunden una con otra por modo tan íntimo, que se borra y no hay medio de reconocer la trama que las une. Si se me obligará a decir por qué yo quería a La Boëtie, reconozco que no podría contestar más que respondiendo: porque era él y porque era yo […] En la amistad nuestra no había otro fin extraño que le fuera ajeno, con nada se relacionaba que no fuera con ella misma; no obedeció a tal o cual consideración, ni a dos ni a toda mi voluntad condújola a sumergirse y a abismarse en la suya con una espontaneidad y un ardor igual en ambas.
Jorge Wagensberg (1948-2018), Aforismos
La muerte es la más sorprendente de todas las noticias previsibles.
A más cómo, menos por qué
Sólo se puede tener fe en la duda.
Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?
El tiempo pasa, siempre acaba pasando, es sólo una cuestión de tiempo.
Lo improbable asombra a todo el mundo, lo cotidiano sólo al genio.
La inteligencia es la capacidad para anteponer el problema a su solución.
Progresar es ganar independencia respecto de la incertidumbre.
La ciencia también es una ficción de la realidad.
Lo natural es lo real conocido. Lo sobrenatural es lo real desconocido.
La maldad es una forma de idiotez. La bondad es una forma de inteligencia.
- Versión PDF: Antonio Morales Toro. Las Palabras de la Tribu.