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pandemia coronavirus

Memoria de una Pandemia

(Médico Especialista en Medicina Interna).

“todo lo que el hombre puede ganar
al juego de la peste y de la vida
es el conocimiento y el recuerdo”
(Albert Camus, La peste)

 

31 de diciembre de 2019, la Comisión Municipal de Salud de Wuhan (provincia de Hubei, China) notifica un conjunto de casos de neumonía de características atípicas en la ciudad. Posteriormente se determinará que están causados por un nuevo coronavirus. El 5 de enero de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publica su primer parte sobre brotes epidémicos relativo al nuevo virus para la comunidad mundial de investigación y salud pública y los medios de comunicación. El parte contenía una evaluación del riesgo de contagio y la información proporcionada por China a la Organización sobre la situación de los pacientes y la respuesta de salud pública ante el acúmulo de casos de neumonía, de caracterísiticas atípicas, de Wuhan.

El 22 de enero de 2020, el Comité de Emergencia convocado por el Director General de la OMS, el Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, en virtud del Reglamento Sanitario Internacional (RSI (2005)), se reunió en Ginebra para tratar el brote de un nuevo coronavirus (denominado en aquel entonces 2019-nCoV) en la República Popular China y los casos importados en la República de Corea, Japón, Tailandia y Singapur. La función del Comité fue asesorar al Director General, sobre quien recaía la decisión final de declarar una emergencia de salud pública de importancia internacional (ESPII). El 23 de enero, el número de casos notificados en China había aumentado de forma alarmante y los primeros datos mostraban que el 25% de los casos confirmados presentaban síntomas graves.

El 30 de enero de 2020, el Comité de Emergencias fue convocado por segunda vez, con 18 países afectados en aquel momento. China identificó el virus rápidamente y compartió su secuencia génica para poder diagnosticarlo con rapidez en el resto del mundo. El Director General declaró que el brote de constituía una Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional. A partir de entonces el nuevo coronavirus pasó a denominarse SARS-CoV-2 y la enfermedad producida por él COVID-19.

El 7 de marzo de 2020, Según los informes de ese día, el número de casos confirmados de COVID-19 en todo el mundo había superado los 100.000. Al llegar a este sombrío momento, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recordó a todos los países y comunidades que la propagación de este virus podía frenarse considerablemente si se aplicaban medidas firmes de contención y control. Se solicitó entonces la colaboración del conjunto de la sociedad y preparar a los hospitales para poder gestionar el aumento de pacientes y capacitar a los trabajadores de la salud. Ningún gobierno debería considerar la posibilidad de permitir una propagación incontrolada.

El 11 de marzo de 2020, profundamente preocupada por los niveles de propagación de este agente infeccioso, la OMS determina que la nueva enfermedad podía ser catalogada como pandemia. La humanidad parecía enfrentarse de forma colectiva a un desafío difícil, complejo, con pocas herramientas, tratamientos y recursos económicos. Una crisis global que muchos han comparado con los estragos ocasionados por la Segunda Guerra Mundial. La COVID-19 no conocía fronteras, afectando a todos los países y continentes y golpeando con fuerza y de forma indiscriminada. Tras varias amenazas de agentes virológicos a nivel mundial (como la gripe aviar o el ébola), parecía haber llegado un peligro real y de dimensiones catastróficas.

En España, el primer caso registrado fue el de un ciudadano alemán ingresado por neumonía en La Gomera, el 31 de enero. El salto a la península se detectó el 24 de febrero, con casos aparecidos en la Comunidad de Madrid, Cataluña y Valencia. En Andalucía, el primero se declaró el 26 de febrero en Sevilla, un empleado de banca de 62 años. El 12 de marzo de 2020 se registró el primer caso de COVID-19 en Granada. En un día los casos pasaron a ser 17. Uno de ellos era profesor y fue el primero en entrar en la Unidad de Cuidados Intensivos. El 14 de marzo se declaró el estado de alarma en España. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, convocó de forma extraordinaria al Consejo de Ministros para su aprobación. A esas alturas se habían registrado ya 120 fallecimientos. En el hospital donde trabajo se desató una escalada de reuniones, reestructuración de camas, servicios, dotación de recursos, fármacos con limitaciones de uso, material a cuentagotas, equipos de protección insuficientes, redistribución de personal necesario, chats pseudocientíficos en los grupos de WhatsApp, opiniones de todo espectro, tipología y color, millones de horas ocupadas en los medios de comunicación por tertulianos y aulladores de noticias y más de 10.000 artículos de relevancia científica en el ámbito médico sobre la COVID-19.

El 23 de marzo comencé a atender pacientes afectados por esta enfermedad, y no dejé de hacerlo hasta el 30 de abril de 2020. Comenzar significaba realmente empezar desde cero a atender una enfermedad de la que poco o nada conocíamos. Mi trabajo habitual era atender pacientes en una unidad de riesgo vascular. En cierto modo, los pacientes que suelo atender en ella tienen el perfil de los que más se veían afectados por esta pandemia, siendo los obesos, diabéticos, hipertensos, con cierto grado de afectación cardiaca, los enfermos renales y los ancianos los más afectados y los pandemia coronavirusque con mayor gravedad la padecían. Así que mis enfermos, ya de por sí con un riesgo de mortalidad muy alto, se encontraban envueltos en una enfermedad que no sólo afectaba a los pulmones, como pensábamos en un principio, sino que más allá de la neumonía, empeoraban rápidamente (literalmente en cuestión de minutos) y de una forma terrible, dándonos a veces pocas opciones para poder remontarlos en planta. Este empeoramiento clínico se veía agravado por una serie de fenómenos inflamatorios y vasculares que comprometían la vida del enfermo en horas, con una tasa de mortalidad no esperada al principio y que desbordaba cualquier previsión. Nunca nos habíamos enfrentado a algo tan tenaz y lesivo como la pléyade de manifestaciones sistémicas que provocaba, un espectro de síntomas tan variado como letal. Cuando en planta no podíamos hacer más, los compañeros de la UCI valoraban al paciente. Los que no eran candidatos para su traslado eran atendidos por nosotros con todo el esfuerzo posible, intentando siempre mejorar la dificultad respiratoria que padecían. El soporte ventilatorio adecuado era la medida más eficaz que conocíamos. Frenar la cascada inflamatoria con fármacos inmunosupresores se desveló al tiempo como una medida necesaria. El tratamiento específico antiviral no demostró ser todo lo efectivo que podría esperarse, pero no lo supimos hasta que pudimos disponer de los datos de nuestras propias series de pacientes, pues hasta finales de abril solo trabajábamos con datos publicados en series chinas. En casos muy graves, con condiciones clínicas muy deterioradas, lo único que podíamos hacer era acompañarlos en el final de sus vidas en las mejores condiciones que podíamos ofrecerles, aportando sedación y respeto en la impuesta soledad del que moría en nuestras camas. Aquí nos enfrentábamos a otro drama, la familia. Cada familia era informada de forma telefónica y en demasiados ocasiones sin que tuvieran ni siquiera la posibilidad de despedirse de su familiar como hubiera sido deseable. La muerte volvió a mostrarse como esa vieja conocida, pero de una manera más incesante, ocupando el presente, los desiertos pasillos, dejándose ver tras nuestras gafas empañadas y nuestras armaduras de tela, plástico y papel. La muerte en pleno aislamiento se me antojó más solemne aún, más rigurosa y ceremonial. Aportamos la humanidad que pudimos en cada final, la poca que pudimos atesorar. La cortesía y comprensión de las familias nos hizo más leve cada adiós.

El mundo se había vuelto demasiado grande y yo, de nuevo, demasiado pequeño. Se crearon redes para actualizar los conocimientos de esta pandemia casi al minuto, con un torrente de información y estudios que no hubiera sido posible en otra era que no fuera ésta de la interconexión global. Aprendimos mucho y rápido, para comprender y poder enfrentarnos a esta COVID-19, tan terrible, que forjó algunas de las escenas más tristes que he vivido en mi carrera profesional. Esta situación excepcional, histórica y tan complicada, me llegó además en un momento de cierta fragilidad personal, no exenta de dudas acerca de mi vocación como médico. Dudas que dejé a un lado ante una situación tan imperiosa como en la que estábamos. Medicina Interna y la Unidad de Enfermedades Infecciosas de mi hospital encabezaron la organización asistencial, a la que sumaron de forma voluntaria y masiva el resto de especialistas. La dirección de nuestro hospital ha tenido un comportamiento ejemplar de entereza y transparencia, que es de agradecer. Todos nos deshicimos de nuestro saber particular para enfrentarnos, con un interés y esfuerzo común frente a este adversario. Escuché entonces el reconocimiento público. Los aplausos. Y las clases políticas nos adornaron con una vitola que no pedimos, no pedimos ser héroes. Los médicos llevamos muchos años de estudio y sacrificio a las espaldas, estamos dispuestos a afrontar cada reto entregando lo mejor de nosotros mismos. Y por eso me molestaba ser considerado un héroe, la moneda de cambio de los gobiernos, los primeros en caer en el frente, los primeros en ser desechados, como así ha sido. Empezamos a infectarnos con una de las mayores tasas de contagio del personal sanitario del mundo. La Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica (RENAVE), tenía registrados a mediados de mayo 35.548 sanitarios contagiados, de un total de 217.543 casos positivos notificados. Esto supuso que un 16,3% de los contagiados correspondían a profesionales de la salud, con un total de 64 médicos fallecidos. La falta de material nunca impide a un sanitario atender a su deber. Un médico que ve cómo un paciente se muere delante de sus narices a veces no toma todas las precauciones necesarias para atenderlo (vestirnos correctamente necesitaba al menos 5 minutos y la supervisión de un compañero). Por eso no somos héroes, no nos mueve ningún ideal o bandera, sólo el deber de atender a un ser humano en riesgo de muerte y eso en mi profesión responde más a la vocación y el deber, que al valor.

Estar en primera línea deja secuelas, por más que esta profesión nos tenga ya educados en la despedida. Cientos de horas acumuladas, poco tiempo para el descanso, el estrés dentro y fuera del hospital o el temor de llevar la enfermedad a casa, se tradujeron en jornadas intensas, insomnes y agotadoras. Al cansancio se añadía el peso de las tragedias cotidianas de los enfermos y sus familias. Llegaron después momentos muy duros, con la muerte de conocidos, un familiar cercano y de un médico jubilado, el Dr. Luis Hernández, que falleció en las mismas camas donde me había enseñado a valorar la entrega que supone ser un médico internista, donde aprendí a construir puentes que pensé sólidos y descubrí terriblemente frágiles al final. El respeto es un valor que esta dolorosa pandemia me ha dejado en la memoria del corazón. Y en estas circunstancias que pueden conducir al límite a cualquiera, rodeado de demasiadas experiencias tan amargas como dolorosas, me encontré de nuevo conmigo y con mi trabajo. Se forjó de nuevo en mí la idea de identidad como médico, no como especialista de una determinada área de la salud, sino un reencuentro con mis convicciones más atávicas y olvidadas en la consumada obsolescencia de la esperanza que asola el alma de los médicos que vamos envejeciendo, fue como escuchar de nuevo los primeros sonidos de la enfermedad.

Quedarán en el recuerdo las caras de los pacientes que han conseguido curarse después de haber estado al borde del precipicio, sus sonrisas aliviadas, así como el esfuerzo de todo el personal sanitario que se entregó en cuerpo y alma a su cuidado, el trabajo extraordinario del personal de enfermería, auxiliares, equipo de limpieza o celadores, y equipos médicos multidisciplinares que dejaron a un lado su labor habitual para tratar estos pacientes. La generosidad de iniciativas y donaciones privadas para paliar la escasez de materiales que hacía valorar mejor cada recurso utilizado, los aplausos de las ocho, el amor en los ojos de mi familia cuando me veían llegar a casa agotado y desvestirme en la puerta, en un ritual de limpieza y sanación, antes de entrar.

En términos reales, a finales de mayo, en mi hospital atendimos 843 pacientes, con un total de 212 fallecidos, 646 altas y una tasa de mortalidad del 22,54%, cifras elevadas pero similares a las de otras series mundiales. Creo que ahora, después de todo, hemos conseguido entender mejor esta patología y contenerla, vencerla. No sé cuándo volveremos a la normalidad, y si ésta será posible pandemia coronavirustal y como la conocíamos, o incluso deseable, pero saldremos de esta situación, aunque no salgamos indemnes. Creo que es el momento de construir no una nueva normalidad, sino una nueva realidad más humana y justa. Es un buen período de cambio para fomentar medidas económicas y sanitarias más sostenibles, para educar a la población en el aprovechamiento de los recursos y que cada uno responsable de su salud. La obesidad, por ejemplo, ha sido el factor más determinante de contagio y de riesgo de mortalidad en esta pandemia. La obesidad se debe vencer desde la escuela, en cada familia. Los hábitos de vida saludables deben constituirse en pilar de la educación. La educación sanitaria y la responsabilidad de cada uno mejorarán los recursos de un sistema sanitario universal, pero que está sostenido como se ha podido constatar por sus profesionales, pues el sistema ha sido diezmado con el tiempo y tiende a tambalearse. Es responsabilidad de todos cuidarlo.

Esta tragedia nos ha ofrecido la oportunidad de enfrentarnos a una realidad distinta, de ser conscientes de lo vulnerable que es nuestra existencia. Ojalá esta sociedad aprenda de los valores que demostró en el confinamiento, una lección de coherencia, organización, responsabilidad, generosidad y humildad, y que estos sean los nuevos cimientos sobre los que construir nuestras vidas. Ojalá la lección que aprendamos sea la que entendió Camus en un humanismo lejos de artificios e ironía: “Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Veremos.

(Nota del autor: los datos reflejados en esta memoria están obtenidos de las declaraciones oficiales que la OMS tiene publicada en su página web, así como de notificaciones oficiales y notas de prensa. Las opiniones reflejadas en este texto son íntimas y personales y no obedecen a ningún interés político o religioso, sino al fruto de mi experiencia como médico durante esta pandemia).

 

Elegía

A Don Luis Hernández, médico y maestro.

“En las tinieblas moran
las águilas y sin temor caminan
los hijos de los Alpes sobre el abismo,
sobre puentes livianamente construidos”
(Hölderlin)

Veo una foto, enero de dos mil tres,
había nevado toda la noche,
silenciosa y largamente,
los cipreses de la caleta
despertaron como albos celadores
frente al hospital,
los jóvenes médicos de entonces
orbitábamos a tu lado.
Egregio, solemne, sonreías en el centro.
Ya parecías mayor de lo que eras,
sabio de pelo cano y corbata a rayas.

Desde entonces
comenzamos a cruzar el abismo
sobre frágiles puentes,
asumiendo, no la mitad,
sino la sombra entera.
Tus lecciones de poesía
aliviaban los golpes.
En tu memoria prodigiosa
permanecían intactas las tablas
de los diagnósticos diferenciales.

Tenías ojos de niño
tras ese cuerpo de gigante,
con una mezcla de testosterona
y ácido lisérgico
que trajiste de tierras africanas.

Y aún seguiste viniendo,
después de jubilarte,
a nuestras sesiones de la novena.
Te cogió de improviso
la pandemia de este coronavirus.
Y sólo pudimos acompañarte,
sedarte en los momentos finales
y dejarte ir solo, abrazado a la soledad,
la soledad solemne
de un médico que muere.

Así llegó la tragedia,
el relámpago oportuno
que señaló el lugar preciso,
el espacio de un cuerpo vacío.
Y con tu ejemplo se fue,
no la mitad, sino la entera luz de ese día.

Fernando Jaén
Granada, 27 de mayo de 2020

(Las imágenes del texto pertenecen a la creatividad de Sandra Izquierdo)

 

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